don nadie: portada

Relato satírico: Don nadie

imagen de autor: Apurito Montoya

¿Qué significa ser un don nadie? Según la RAE, un don o doña nadie es una «persona sin valía, poco conocida, de escaso poder e influencia». El relato Don nadie propone una revisión de este indeseable calificativo. Una breve introducción…

Tiempo estimado de lectura: 6min

¿Por qué los humanos son tan proclives al insulto?

Una de las claves del éxito evolutivo del homo sapiens sapiens reside en el lenguaje, que ha permitido a los humanos desarrollar sus capacidades trabajando en equipo. Sin embargo, esta capacidad de cooperación también opera en sentido contrario.

El ser humano, en permanente conflicto desde la prehistoria, se ha especializado en ofender al prójimo mediante el uso de la palabra. En los países de habla hispana, sin ir más lejos, los insultos son tan corrientes como las propias palabras.

Hay una infinidad de combinaciones verbales que ponen de manifiesto el ingenio de los humanos para injuriar, agraviar, vituperar, calumniar, desdeñar o menospreciar. El término «don nadie» es una excelente muestra de este arsenal ofensivo. Para cualquier hombre que se precie, entraña una severa humillación y daña gravemente la autoestima del afrentado.

El afán competitivo del macho, esa lucha permanente por demostrar su valía, lo convierte en un fracasado cuando las cosas no salen bien. Un tipo sin logros, sin posesiones, sin relevancia, sin atributos interesantes o cualidades destacables, es susceptible de caer en el pozo del estigma social. Este es el leitmotiv de Don nadie. ¡Arrancamos!…

El relato de hoy, se titula:

don nadie: lobo al acecho

Nada más entrar en la garita, encendí el calefactor. La última noche del año había coincidido con la más fría. Las mínimas previstas eran de echarse a temblar. Al llegar al polígono, había tapado el coche con la manta zamorana de los picnics. El pobre estaba en las últimas, era tan vulnerable a las inclemencias como cualquier infeliz en alto riesgo de exclusión social.

Me senté a calentarme las manos en el chorro de aire caliente. Una birria de aparetejo, el calefactor, pero su escasa potencia evitaba que mi compi y yo muriésemos congelados.

La inmensa nave que custodiábamos, un almacén de maquinaria industrial, era una cámara frigorífica que estábamos obligados a recorrer, linterna en mano, a razón de una ronda por hora. Las oficinas tenían un pase, pero en la nave te helabas.

Quedaba menos de una hora para las uvas. Me puse el tres cuartos y el pasamontañas, cogí la linterna, la porra, el juego de llaves y salí de ronda. Primero recorrí las oficinas. Luego volví a patearme, a cinco o seis grados bajo cero, los trece mil metros cuadrados de nave. Me cago en mi puta vida: era como adentrarse en la boca del lobo.

Como siempre, entre los pasillos que componía la maquinaria pesada, imaginé toda clase de amenazas paranormales y terrenales que me acechaban en la penumbra. Escuchaba murmullos, ecos, crepitaciones, chirridos, rumores inquietantes que me tenían con el alma en vilo. Nunca pasaba nada, pero mis nervios, sobresaltos y giros repentinos con enfoques de linterna se sucedían durante las rondas espeluznantes.

Al regresar a la garita encendí la tele, un cacharro de dieciocho pulgadas que me ayudaba a soportar las noches interminables. Doce horas, me chupaba, los fines de semana y todos y cada uno de los festivos.

Mi compi, el vigilante titular de la empresa, tenía catorce pagas, treinta días de vacaciones y cesta de navidad; a mí me pagaban por horas, vía ETT y a Dios gracias. Luego me buscaba la vida con trabajos eventuales que me permitían, a duras penas, pagar la manutención de los niños y llegar a fin de mes. Era lo que había.

Me había traído unas uvas enlatadas y una botella de champán (el más barato del Carrefour Express). Llegaron las campanadas y completé el ritual. Fue deprimente. Pensé en los niños. Visualicé la escena familiar en la casa de mis suegros (ya no lo eran). Todos felices, mi exmujer la que más en compañía de mi sustituto, que habría ocupado mi asiento y aquí no ha pasado nada, qué siga la juerga. Las personas te sacan de su vida con una facilidad pasmosa.

De un año para otro, las cosas pueden cambiar hasta el extremo de volverse irreconocibles. De mi familia política, ni rastro. Mis dos cuñados, que se habían construido la casita en la parcela (uno después del otro y ambos con mi ayuda), se comportaban como si no existiera. ¿Cuántos fines de semana había sacrificado a cambio de unas cervezas, unos bocatas de chistorra y unas palmaditas en la espalda?

Qué imbécil había sido. Ellos, con dos viviendas por cabeza. Yo, expulsado de la mía por decreto judicial. Y gracias a mis padres, si no me habría podrido en un albergue para indigentes. ¿Ella? Ella ni se hubiera inmutado. Desde el momento en que me dijo «tenemos que hablar» me trató como si fuera un despojo. Solo importaba el piso, el divorcio y la manutención.

Completé la primera ronda del año, regresé a la garita y me ventilé lo que quedaba de champán. Estaba asqueroso, pero no me sentó peor que los especiales de Nochevieja, que acabaron de deprimirme con toda esa gente guapa, divertida, exitosa y feliz. A su lado yo era una mierda de persona. Había fracasado en todo y me hallaba en el culo del mundo, muriéndome de frío y de miedo por seis euros con ochenta la hora.

Apagué el televisor y traté de animarme. Qué había sido de mis propósitos para el nuevo año. Juanqui me había pasado un juego para aprender a bailar: Salsa para principiantes. El misérrimo kit, más viejo que la tos, incluía una cinta de audio y una alfombra plastificada con rayas, dibujitos y círculos numerados.

Yo era reacio a estas cosas, pero llevaba cerca de un año sin catar mujer y empezaba a desesperarme. No tanto por el hecho de mojar en caliente: necesitaba que una conquista me subiera la moral.

En mis condiciones actuales, estaba bastante lejos de ser un buen partido. Pero Juanqui tampoco lo era, y con la vaina del bailoteo se había ligado a una ecuatoriana. Distaba mucho de ser el «bombón» que Juanqui proclamaba, pero la chica no estaba mal y todo gracias al juego de baile (con él aprendió lo básico) y a las clases de salsa que seguía recibiendo.

Sin demasiada convicción, puse la cinta en el viejo radiocasete que me había prestado Juanqui (estaba chapado a la antigua). La cosa no tenía mucho misterio; a ritmo de salsa, había que ir poniendo los pies donde indicaba la voz magnetofónica. Me faltaba el espejo, pero el cristal semiahumado de la garita reflejaba con suficiente nitidez mis intentos de ejecutar los pasos de baile.

Arrítmico por naturaleza, un tanto contrahecho y con el traje de segurata (me quedaba grande) que me había proporcionado la empresa, me sentí un mamarracho y un auténtico don nadie. Avergonzado de serlo, quité la música de un manotazo y volví a sentarme.

Esta no era mi Nochevieja. Tampoco había sido mi año, y… me cago en la puta, no estaba siendo mi vida. Esto explicaba mi inclinación por el hinduismo, tenía la esperanza de resarcirme en la próxima reencarnación.

En la siguiente ronda, los efectos del alcohol apaciguan mi habitual inquietud. No me preocupan esos rumanos, búlgaros o albanokosovares que se ocultan tras la maquinaria, listos para asestarme un nutrido repertorio de mandobles, garrotazos, pedradas o navajazos. La imaginación, en un lugar como este, te juega malas pasadas a diario.

En los hangares, paseo la luz de la linterna por los vehículos pesados. Camiones: ok. Retroexcavadoras: en su sitio. Dónde coño iban a estar. Lo mismo de siempre. Vuelvo sobre mis pasos, sumergido en una oscura melancolía que me induce a pensar en lo solo que estoy en el mundo, y… ¡joder, qué susto!

Dos ojos amarillos, intensos, luminosos, sibilinos, me observan a unos metros de distancia. Es un animal. Tiene que serlo. No puede ser otra cosa. El hipnótico intercambio de miradas nos mantiene paralizados. Solo distingo una silueta que se perfila en las tinieblas; distintos grados de oscuridad y, sobre los ojos encendidos, unas orejas acabadas en punta.

Por fin, cuando la tensión del hallazgo me permite discurrir, levanto la linterna hacía los ojos que me escrutan. ¡Es un zorro! Respiro aliviado. Parcialmente aliviado, no deja de ser una alimaña peligrosa. Me envalentono, doy unos pasos al frente y el zorro retrocede. Empieza a zigzaguear, se detiene a observarme y, si me acerco, mantiene una distancia prudencial.

El zorro parece divertirse. Corretea entre la maquinaria y busca donde esconderse para luego aparecer en cualquiera de mis flancos o delante o atrás, el canalla juega conmigo y me vigila. Es un acecho en toda regla que comienza a inquietarme. Estoy helado. Aprieto el paso de camino a garita.

El condenado zorro me sigue y, si me giro, se detiene entre las ruedas, engranajes o soportes metálicos de la inquietante maquinaria.

—¡Eh, tú, fuera de aquí!

Alzo la porra, amago con envestirlo y el zorro se aleja. Antes de meterme en la garita, diviso una vez más los fisgones luceros que no dejan de escrutarme.

—Ahí te quedas, mamón —murmuro mientras cierro. Y acudo a calentarme al calefactor.

¡SIGUE LEYENDO LA SEGUNDA PARTE DE DON NADIE!

Recursos gráficos de pngtree y pixabay

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4 Comentarios

  1. Hana
    14 enero, 2020

    «Esta no era mi Nochevieja. Tampoco había sido mi año, y… me cago en la puta, no estaba siendo mi vida. Esto explicaba mi inclinación por el hinduismo, tenía la esperanza de resarcirme en la siguiente reencarnación».

    Frases célebres de ayer y hoy.

    Responder
    1. Eugercio
      14 enero, 2020

      A veces me ocurre que releyendo mis propios textos, me digo: «Coño, qué bueno», como si lo hubiera escrito otra persona. Esto debe ser porque los escritores desconocidos tenemos la autoestima baja, o quizá porque a la hora de escribir nos aflora en la mente el bagaje de nuestras lecturas y, de manera consciente o sin pretenderlo, cada vez nos acercamos más al genio y figura de los autores que admiramos. De cualquier modo, gracias por incluirme en Hall of fame de las frases célebres.

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  2. Dantesco L. Johanson
    19 noviembre, 2019

    Excelente relato una vez más. Giro inesperado de la oscuridad a la luz. Nos has vendido el producto de la mediocridad de ser un ‘don nadie’, y lo hemos comprado.
    Cuando nos creíamos mejor que nadie, a salvo de ser un ‘don nadie’, Dios nos libre, nos damos cuenta de que nuestra compra es un error…
    Glorioso sería dar una soberana patada en los huevos a ese EGO limitador y ser un ‘don nadie’. Una patada en los huevos a la mente concreta que habita el sótano y subir a la planta más elevada de la casa y ver 360°.

    Responder
    1. Eugercio
      19 noviembre, 2019

      Tú lo has dicho Dantesco, la clave reside en ese giro inesperado de la oscuridad a la luz. La derrota del EGO, la renuncia a lo que se espera de nosotros, la consciencia que se abre paso entre el materialismo imperante y la vorágine laboral. Cuando nos resbala por la piel la etiqueta de don nadie, cesa la frustración y… ancha es Castilla.

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