
En esta segunda parte de Nochebuena y mala vida, las peripecias de Santa Claus te llevarán a un final inesperado. ¡Que disfrutes de la lectura!
Tiempo estimado de lectura: 8min
Te dejo directamente con el relato. Si no leíste la primera parte, HAZLO AQUÍ.
El relato corto de hoy, se titula:

El coche se detuvo a la altura del adosado. Atónito, un padre de familia de unos cuarenta años se apeó del vehículo por la puerta del conductor e increpó a Santa Claus. Su esposa, una elegante señora que no daba crédito a lo que veía, salió del asiento del copiloto; y del trasero, por la puerta derecha, hizo lo propio un excitado chiquillo que prorrumpió en celebraciones dando brincos de alegría:
—¡Santa! ¡Es Santa! ¡No le riñas, papá, es Santa Claus! ¡Toma! ¡Toma! ¡Has visto mamá, ha venido Papá Noel a traerme los regalos!…
Mientras el niño alborotaba, el hipotético Santa trataba de explicarse:
—¡Ayúdenme, por favor, estoy atrapado! ¡El niño tiene razón, soy Santa! ¡El verdadero Santa Claus!…
«¿¡Pero qué dice ese loco!?; ¿¡qué hace encaramado a la ventana del salón!?» se dijeron mamá y papá mediante un intercambio de estupefactas miradas. El chiquillo, mientras tanto, grababa a Santa Claus con su flamante móvil. Venían de pasar la Nochebuena en la casa de los suegros del marido, que se encaminó junto a su mujer hacia la entrada del adosado.
—¡Gonzalo —vociferó—, deja el móvil ahora mismo y ven aquí!
Obediente, el crío detuvo la grabación y corrió hacia sus padres, que lo esperaron junto a la puerta con semblantes alarmados.
El padre fue el primero en llegar al salón. Encendió la luz, y cuál sería su sorpresa al descubrir que les habían desvalijado. Todo estaba revuelto. Con un rápido examen visual descubrió que faltaba la tele de plasma, la memoria externa, la alfombra persa que les endorsaron en el zoco de El Cairo y la estatuilla modernista de bronce y marfil que tanto le gustaba a su mujer.
Santa Claus asistía al desbarajuste desde el humillante cepo. Clamaba por su inocencia, pero el matrimonio no dudó en llamar a la policía. Mientras él telefoneaba, ella hacía recuento de las cosas que echaba en falta. Y el niño, a una distancia prudencial de la ventana, grababa de nuevo al presunto ladrón, esta vez alentado por el cabeza de familia y su afán recaudatorio de pruebas incriminatorias.
—¡No me grabes, renacuajo —gritó Santa—. ¡Como difundas las imágenes te reviento a coces!
No muy lejos del lugar de los hechos, una patrulla policial recibió el aviso. Uno de los agentes regresaba al vehículo con dos chocolates calientes recién adquiridos en una gasolinera. Su compañero le puso al tanto.
—Otro robo. Lo normal en estas fechas. No hay prisa, toma el chocolate.
—Espera que termine de contarte. El denunciante afirma que un hombre mayor, disfrazado de Santa Claus, está atrapado en la ventana del salón.
—¿Santa Claus?
—El mismo.
—¿Atrapado?
—Eso parece.
—¿Quién lo atrapó?
—Él solito se atrapo. El denunciante, un tal Antonio Corrales, asegura que al llegar a casa lo vieron encajado en la ventana.
—Una de dos, o el tipo es muy grande o la ventana es muy pequeña.
—La ventana es normal. El tipo también, supongo, se lo encontraron encajado entre la persiana y el marco inferior. Pedía socorro y afirmaba ser el auténtico Santa Claus.
—¿Entonces?
—¿Entonces, qué?
—¿Nos olvidamos del chocolate?
—Ni hablar. Pero tendremos que quemarnos un poco la el hocico.
Al llegar al adosado, los agentes procedieron a detener al falsario Santa Claus.
—¿¡Pero qué hacen!? ¿¡Por qué me esposan!? ¡Les juro que no fui yo! Revisen mi saco, contiene los regalos que reparto por las casas. El trineo está aparcado en la otra punta de la calle, vayan a verlo.
—Cállese. Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra…
—… ante un tribunal, ya lo sé, en Laponia también hay leyes y tribunales. ¡Suéltenme! ¡Se arrepentirán de esto! ¡Les repito que soy Santa Claus!
Los agentes dieron por sentado que el loco que voceaba, con el pretexto de la Nochebuena, se había disfrazado de Santa con el fin de delinquir. Supusieron que formaba parte de una banda de malhechores. Dejándole en la estacada, sus compinches habían huido con el botín.
Todo indicaba que los cacos, además del dinero y los objetos de valor, afanaban los regalos de la gente. Sin embargo, los que llevaba en el saco el falsario Santa Claus estaban mal envueltos y llenos de mugre. Los agentes no sabían qué pensar.
Condujeron a Santa Claus al calabozo. Su ferviente declaración, propagándose a través del aire, había entrado por un oído y salido por el otro de cada uno de los agentes que lo atendieron o interrogaron. Las palabras que no fueron devoradas por la indiferencia de los susodichos agentes se disolvieron en la sorda atmósfera de la comisaria.
Afligido y cabizbajo, harto de rogar y malgastar explicaciones, Santa se dejó trasladar hasta verse entre rejas. Sentado en la espaciosa banca de la celda, un individuo de talante burlón ironizó al verlo llegar:
—¿Qué, amigo, el famoso truco de Santa Claus?
Compungido, Santa tomó asiento en un extremo de la banca y explicó lo sucedido al sandunguero individuo, que lo escuchó sin borrar la sonrisa del rostro.
—Cómo añoro los viejos tiempos —prosiguió Santa Claus tras aclarar lo del arresto—. Por aquel entonces, el carcamal que está viendo era un venerado obispo. Vivía en Anatolia y me llamaba San Nicolás…
»Quién me ha visto y quién me ve. Ahora soy un mercachifle, un esperpento al servicio de la vorágine y el consumo desmedido propio de estas fechas. Dios mío, en qué me he convertido. Soy patético. Desde que los publicistas de Coca-cola diseñaron mi nuevo look so pretexto de universalizarme, voy de mal en peor…
»¡Con lo bien que estaba yo en los valles de Licia! ¡Pero qué tonto fui! Al final, por acceder a las exigencias de unos y otros, me adjudicaron una esposa respetable y no sé cómo se las arreglaron, chico, pero nos convencieron para mudarnos al Polo Norte. Tú me dirás, pese al cambio climático y al brusco deshielo, no acabamos de acostumbrarnos a las frioleras de por allí.
El tipo que escuchaba el relato del falsario Santa Claus, dudaba entre apiadarse de él o burlarse de su locura. Mientras tanto permanecía expectante:
»No se puede imaginar lo que me arrepiento. ¿De qué me sirve tener una mansión con tropecientos duendes navideños a mi servicio, un trineo con renos voladores, un saco mágico o el poder de transformarme en humo pascualino?…
»Cerca de un siglo, llevo, esclavizado en el Polo. Cada año trabajo sin descanso para tener preparados los regalos de Navidad. Antiguamente, era una labor gratificante, le aseguro que merecía la pena, pero ya no me compensa en absoluto. Sufro brotes psicóticos, padezco artritis reumatoide y tengo dos hernias discales…
»Cuando era más joven y fuerte aguantaba lo que me echaran, pero el tiempo pasa, y un trabajo como este te deja para el arrastre. Me vendieron la moto, amigo, y ahora no se dignan a jubilarme. ¡Perros! ¡Canallas!…
—Oiga, Santa —intervino el oyente—, tengo una duda. Si le dejan en este agujero toda la noche ¿quién va a ocuparse del reparto?
—Ni idea. Solo sé que me confiscaron el saco.
—No se preocupe, no es culpa suya.
—Desde luego que no. ¡Sabe lo que le digo: a la mierda con el reparto! ¡Nada, renuncio, que se busquen otro mamarracho! ¡O mejor aún, que se coman los Reyes Magos todo el marrón! ¡Así cualquiera, si yo tuviera tres pajes que me sirvieran de porteadores tampoco me quejaría! ¡Esto se acabó! ¡Dimito!
—Diga usted que sí.
—Ha sido un placer, caballero —Santa se puso en pie.
—Me llamo Manuel. —Se dieron un apretón de manos.
—Mucho gusto, Manuel.
Dicho esto, giró sobre los talones, se acercó a los barrotes de la celda y, reconcentrándose, se coló entre ellos, convertido en un humo blanco con chispeante purpurina que se disipó en el corredor del calabozo. O al menos eso fue lo que ideó en su imaginario el pobre hombre que, disfrazado de Papá Noel, había perdido el juicio desde hace tiempo.
A todo esto, tres agentes de la ley se presentaron en la celda. Custodiaban a dos sujetos que se esforzaban en poner cara de buenos. Sobreactuaban, saltaba a la vista.
—Tú, Santa Claus, apártate de los barrotes —ordenó un agente.
Santa regresó a la banca. Tomó asiento junto a Manuel y los agentes abrieron la celda.
—Vamos, para adentro los dos. Tú te vienes con nosotros —añadió el ordenante dirigiéndose a Manuel.
—Suerte, amigo —dijo Santa al ver que se largaba.
—Santa, cuando llegue al Polo Norte —comentó Manuel— cierre la puerta, eché la llave y tírela al mar.
Los nuevos inquilinos de la celda se quedaron de pie observando a Santa Claus. Eran de tez cetrina y facciones parejas: nariz ganchuda, ojos negros como el carbón, pómulos salientes y labios ligeramente fruncidos.
—Pero no es este el lilailo que…
—¡Calla!
El que intentaba expresarse recibió un codazo.
—Endebé, compai, que daño meas heeecho. ¿¡Qué necesidá había!?
—¡Si no fueras un bocachancla no tendría que sacudiiirte, malaaaje!
—¡Vuelve si eres valieeente!
—Halla paz, señores —intervino Santa.
—Los recién llegados, espigados y cejijuntos, tomaron asiento en la banca.
—Buenas noches —dijo uno—. Yo me llamo Felipe y este es mi hermano Joaquín.
—Encantado de conocerles. Supongo que no necesito presentarme.
—No hace falta. Como prefiere que le llamemos, Papá Nuez o Santa Clooo.
El pobre diablo disfrazado de Santa rompió a reír y las risas se prolongaron más de la cuenta. Tanto que los nuevos huéspedes, que por la pinta debían ser hermanos, intercambiaron miradas de asombro.
—¿Qué le pasa a este, tano? —preguntó uno.
—Qué sé yo; sabra fumao aaalgo —supuso el otro.
De pronto, para nueva sorpresa de ambos, las risas se transformaron en lamentos y lloriqueos.
—¡Soy un desgraciado! —exclamó el viejecito barbudo.
—Cálmese, hombre.
—¿Qué le pasa?
El hombre se echó mano al bolsillo del disfraz de Santa Claus y extrajo un pañuelo de tela. Se secó las lágrimas. Se sonó la nariz. Levantó la cabeza y emitió un suspiro.
—Me persigue una maldición desde hace años —aseveró.
Acto seguido, relató su desgracia a los hermanos Alderrama. Se llamaba Pedro Mesones y era vagabundo. Odiaba la Navidad. Su único hijo falleció el día de Navidad. Un año después, el día de Nochebuena, su mujer lo abandonó. Dos años más tarde se quedó sin empleo; lo despidieron el día de Nochebuena. El veintitrés de diciembre del siguiente año, un desahucio lo dejó en la calle. Por último, sus padres lo repudiaron cuando, de nuevo por Nochebuena, intentó recurrir a ellos por enésima vez.
(No pudo soportarlo, acabó con un trastorno de identidad disociativo. Nadie sabía lo que le pasaba, ni siquiera él. Sin tratamiento médico, el trastorno creaba en su cabeza la ficticia identidad de Papá Noel. Era, probablemente, un método de compensación. En navidades, para que Dios le perdonase por sus faltas, sentía la obligación de transformarse en Papá Noel. Una voz se lo ordenaba. Luego, de repente, la verdadera identidad tomaba el mando y Pedro Mesones se derrumbaba, como en esta ocasión.)
Los hermanos Alderrama se miraron a los ojos.
—Compai —dijo el mayor—, afina la garganta que vamos a cantar.
—¿Qué van a cantar, un villancico? —preguntó Pedro Mesones.
—Sí, maestro. —El menor de los Alderrama se atusó las greñas leoninas—. Cantaremos más alto y claro que los chaborrillos de San Ildefooonso.
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6 enero, 2021
¡Hola, Javier! Me ha encantado este relato agridulce. La primera parte me ha hecho reír de lo lindo. La segunda parte me ha puesto ante un drama humano de gran magnitud y todo sazonado con tu característico estilo.
Aprovecho para desearte un feliz y prolífico 2021.
Un abrazo
7 enero, 2021
Hola, amiga, un placer recibirte en mi casita digital. Como siempre, te agradezco el comentario y me alegra saber que la lectura fue provechosa. Un fuerte abrazo y… ¡happy happy 2021!
1 enero, 2021
Es un relato que comienza con el toque de humor, transmitido por los gitanos, el Papá Noel atascado, y la familia que le sorprende. Pero da un giro dramático que envuelve al relato en el realismo y dureza de la vida. Un estilo propio «Eugerciano» que le caracteriza. Fantástico!
5 enero, 2021
¡Eugerciano! Menudo piropazo literario. Muchas gracias, Estrella, el sueño de todo escritor es tener un estilo propio digno de recibir una denominación de origen.
29 diciembre, 2020
Aunque supura ironía y algo de mala leche, en esta historia se ve el lado bueno de la gente. Me han gustado mucho todos los personajes, son cercanos y entrañables. Es un desfile de personas estrafalarias que acaban uniéndose y ayudándose unas a otras. Ojalá el mundo fuera así. Cuando se encuentre gente necesitada se les debería ayudar y escuchar. Pero a la mínima se les tildan de locos o frikis y se les da la espalda.
Pero tú has decidido darles voz a todos y cada uno de ellos. En vez de contar lo que ocurre de puertas para adentro en estas fechas (cenas, regalos…), te has centrado en lo que sucede con la gente de la calle y cómo se ayudan para pasar la vida de la mejor forma posible. Me ha encantado. El mensaje es claro, directo y, sobre todo, necesario. Has escrito uno de esos cuentos navideños que debería leerse y practicarse durante todo el año. Enhorabuena te quedó genial.
29 diciembre, 2020
Hola, Fernando, un placer recibirte por aquí, tus precisos análisis siempre tocan el meollo del asunto y descubren mis intenciones narrativas. En efecto, es un nuevo retrato de seres marginales en el contexto navideño. Ellos son los verdaderos protagonistas de estas fechas: los inadaptados, los incomprendidos, los más necesitados. Los excesos se están cargando el verdadero espíritu de la Navidad. Jesucristo era un paria que amaba a los pobres y proclamaba que, en el reino de Dios, los últimos serían los primeros. Fue un incomprendido y acabó en la cruz. 20 siglos después, estamos en las mismas y celebramos el día del Señor con opulencia e hipocresía. Si Jesucristo levantara la cabeza…
14 enero, 2020
En la línea del relato de «Don Nadie», me ha encantado. Humor y sordidez, surrealismo, escenas explícitas muy chuscas y momentos geniales como el de los gitanos o el de la ventana. Tu especialidad sin duda son los antihéroes. Lo haces a la perfección. Sabes cómo hacer que el lector sienta cercanos a estos personajes, tanto como conocerse a uno mismo. En Don Nadie con el autodesprecio, en Santa Clos con el autoengaño. Es delgada la línea que separa ambos conceptos en estos antihéroes. Sabes bucear en las cloacas de nuestras limitaciones y convertirlo en risas, sacarlas provecho, darles cierta dignidad y hacer de la miseria algo entrañable (a su modo subnormal como diría Ignatius). Enhorabuena.
18 enero, 2020
Hana, tengo que darte la razón, mi especialidad son los antihéroes. Debería encauzar mi narrativa con más intensidad en esta dirección. Como etiqueta comercial tendría su publico, desde luego, ya que vivimos en un mundo donde la figura del antihéroe está ganando peso a golpe de fraude social. No necesitamos héroes que refuercen los valores predomiantes, sino antihéroes que los dinamiten. Cada individuo debería replantearse sus valores, pienso, ubicándose a un distancia crítica del foco mediático, ese epicentro de falacias y manipulación que intenta alienar al ser humano y recluirlo en la narcótica sociedad de consumo.
Quiero destacar, por otro lado, este elogio que me dirigiste: «Sabes bucear en las cloacas de nuestras limitaciones y convertirlo en risas, sacarlas provecho, darles cierta dignidad y hacer de la miseria algo entrañable». Creo que has definido a la perfección lo que puedo ofrecer a mis presentes y futuros lectores. Tomaré nota. Muchas gracias, Hana.