
Hoy te traigo un relato de humor: Oliverio Twist. Tiene dos partes, al final de este post encontrarás la segunda entrega. ¡Arrancamos!…
Tiempo estimado de lectura: 6min
¿Sabías que los personajes de las novelas son capaces de encarnarse?
No hace mucho, en el relato humorístico Maquiavelo y Fortunato viajamos al interior de El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, la obra cumbre de las letras españolas. Los lectores habituales de Ficción Literaria seguro que lo recuerdan.
En esta ocasión haremos un viaje similar… pero a la inversa. En vez de introducirnos en la ficción, serán los personajes de un libro los que se cuelen en la dimensión de los humanos.
Te confirmo que Oliverio Twist es el que tienes en mente, pero en este relato de humor desfachatado, extraído radicalmente de su contexto, tendrá que lidiar con otra clase de peripecias. No te entretengo más…
El relato corto de hoy, se titula:

Isabelo era un extravagante de mucho cuidado. En su finca tenía un retrete al aire libre. Se había tomado las molestias de conectarlo a la fosa séptica para disfrutar de las vistas mientras jiñaba. Yo era igual de extravagante. Quizá no tanto, pero sí lo suficiente para tener el antojo de sentarme, disfrazado de muela, en aquel fabuloso trono.
Los demás estaban dentro, en la entrega de premios de la fiesta de disfraces. Y yo, con las mayas rosas a la altura de los tobillos, me fumaba un canuto en plena evacuación.
Todo era vida en aquel entorno. Una vida que me embriagaba. En un lugar así, era imposible encontrar algo más vivo que la mierda y yo también era mierda, por mucho que intentará deshacerme de ella como en este momento de gloria escatológica.
Todo lo que mi vista alcanzaba era una explosión de pureza y esplendor nutrido por las cagadas de millones de seres vivos que nacían, crecían se reproducían y morían en este sagrado estercolero.
Percibidos de este modo, los espacios naturales perdían su bucolismo pero eran más fecundos y verdaderos. Qué gusto, por Dios, cagar en el trono silvestre de Isabelo me hacía sentir libre y felizmente conectado al ciclo de la vida.
No les vi llegar, me ocupaba de limpiarme el ojete cuando una panda de chavales desastrados se me vino encima. Pensé que formaban parte de la fiesta, jóvenes invitados de Isabelo que habían llegado a última hora y pretendían gastarme una broma disfrazados de rateros de la Inglaterra victoriana.
Tan indefenso como abochornado, me asusté de aquellos gamberros que formaron en torno a mí el corro de las patatas y empezaron a cantar dando brincos de alegría: «¡Me duele la muela de mierda; muela de mierda, muela de mierda! ¡Me duele la muela de mierda; muela de mierda, muela de mierda…!».
Superada la confusión inicial, me alcé las mayas rosas y me puse en pie. Mi enfado rivalizaba en magnitud con la humillación que sentía. Les grité que se largaran pero mi voces de muela picada eran lo mismo que arrojar gasolina al fuego, el pitorreo imperante se desbocaba y las voces del coro-corro de carteristas se elevaban por encima de las mías.
Tenía que pasar a la acción. Para hacerme respetar, actué como me enseñaron en la trena: me fui a por el más grandullón y le lancé un derechazo a la quijada pero mi golpe se malogró en el aire. El malnacido saltarín era más ágil de lo que esperaba. Me puse en guardia y dancé con suavidad.
—Vamos, ven aquí —le dije, pero la escoria de muchacho no estaba por la labor.
El disfraz de muela, trabajo fino de gomaespuma y cartón piedra, limitaba mis movimientos y mi tiempo de reacción pero brindaba mis órganos vitales con un escudo protector de un blanco inmaculado (iba disfrazado de muela nupcial).
—Anímate mierdecilla —volví a retarlo—. Pensé que eras el jefe de esta piara de mocosos, pero no eres más que un gallina.
—¿Me buscabas? —escuché a mis espaldas, y antes de que pudiera girarme una sustancia pastosa se estampó con estrépito en la trasera de mi disfraz.
Me di la vuelta. Uno de los muchachos me miraba desafiante y los otros se descojonaban. Había encontrado al cabecilla. Estaba junto al trono de Isabelo con la mano pringada. Era repugnante, había extraído mi mierda del retrete para darse el gusto de arrojármela.
—¡Muela de mierda! —exclamó con sumo desdén.
Aquello era el colmo, me arrojé sobre él con intenciones homicidas y quiso escapar pero al girarse se trastabilló, perdió el equilibrio y acabó en el suelo, incidente que aproveché para patearlo.
Aunque no por mucho tiempo, una tormenta de mandobles descargó sobre mi escudo protector y en cada una de mis extremidades.
Los muchachos no eran tontos, sabían dónde golpear y me derribaron para hacerlo a sus anchas. Una ligera pendiente y la redondez de mi ultrajado disfraz provocaron que rodara por el suelo. La lluvia de batacazos se prolongó durante varios metros. Estaba a la merced de aquellos mugrosos hijos de perra. Pensé que me dejarían para el arrastre, pero entonces tronó un disparo de escopeta.
—¡Quietos paraos!
Era Isabelo. No podía girarme para ver a mi salvador, pero los rostros de los mugrosos evidenciaban que les estaban encañonando.
—¡Ayudadle! —ordenó Isabelo, y unos brazos vigorosos me pusieron en pie. Eran Luigi y Carmelo, dos armarios empotrados que había conocido en la fiesta.
Uno de los chavales intentó escapar.
—¡Al que se mueva me lo cargó! —gritó Isabelo parándole los pies—. ¿¡Quién cojones sois vosotros!? —añadió.
Los mierdecillas, entontecidos, guardaron silencio. Sus miradas anunciaron la aproximación de una nueva amenaza para ellos.
—¿¡De dónde rayos ha salido esta morralla!? —escuché a mis espaldas.
La hermana de Isabelo nos rebasó por un costado y se plantó ante los muchachos escopeta en ristre.
—¡Rezad lo que sepáis! —berreó.
—Tranquila Clotilde, yo me encargo —Isabelo tomó la iniciativa—. A ver, so gañanes, ¿veis esos arbolitos de allí? —Esperó a que los muchachos se centraran y enseguida les apremió—: Pues venga, os quiero ver desfilar delante las escopetas.
—¡Arre! —mugió Clotilde.
La recua de mocosos se desplazó, con nuestro aliento en el cogote, hasta el conjunto de pimpollos que había indicado Isabelo.
—Ahora vais a explicarme dos cositas —dijo Isabelo—. Una: ¿por qué habéis allanado mi propiedad? Dos: ¿por qué habéis pateado a esa pobre muela? —esto último lo dijo señalándome—. Habéis arruinado su esmalte. A saber cuántas horas de trabajo y dedicación a tomar por culo por vuestra puta culpa. Mirad qué de abollones, parece un coche de choque.
Los muchachos dejaron que el silencio respondiera por ellos. Pese a estar encañonados por Isabelo y Clotilde (esta última con el dedo en el gatillo), no parecían dispuestos a abandonar su mutismo.
—¡Conque esas tenemos! —exclamó Isabelo—. ¡Poneros ahora mismo al pie de los cerezos!
SEGUNDA PARTE DE OLIVERIO TWIST
Recursos gráficos de pngtree y pixabay
¿Qué te pareció la primera parte de Oliverio Twist?
14 enero, 2020
Ahora entiendo por qué los perros cuando cagan te aguantan la mirada, buscan un cómplice por si una panda de gañanes hostigadores aprovecha el momento de debilidad «para sacarte la mierda». Los perros saben cómo defenderse, los humanos.. sólo sabemos disfrazarnos de muela. Qué relato más bueno, más absurdo, más sin sentido, sólo puedo opinar que es pura poesía. Me recuerda al estilo de Cuerda en «Amanece que no es poco». A ver cómo sigue…
16 enero, 2020
Acabas de esclarecer el inquietante misterio de por qué nos observan los perros cuando cagan. Pensaba que eran unos sinvergüenzas o unos psicópatas, pero resulta que buscaban complicidad. Al mirarnos se cubren la retaguardia, claro, los peligros potenciales los detectan a través de nuestros ojos y reacciones. ¡Cuánto se aprende de la fauna!
4 octubre, 2019
Menos mal que no tengo que esperar mucho para el desenlace. Un relato genial, Javier. Sin represión de risas, soy el centro de atención en el parque. ¡Saludos!
4 octubre, 2019
Hola Luci, qué bueno lo de tus risas desinhibidas! Aguanta, la segunda parte está de camino, gracias por pasarte a saludar.