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Relato: Soledades

imagen de autor: Apurito Montoya

La soledad tiene múltiples lecturas. Hay soledades llevaderas, soledades insufribles, soledades que curan, soledades que matan de pena. El relato de hoy es una intersección de soledades, dos almas que se cruzan para dejarte un recuerdo imborrable.

Una breve introducción…

Tiempo estimado de lectura: 8-9min

¿Por qué estáis tan divididos los seres humanos?

Todos pertenecéis a la raza humana y compartís el mismo planeta, sin embargo, el odio y el rechazo se propagan entre vosotros como la peste y generan fragmentación, marginación, segregación…

Separar a la gente en razas y segmentos fue una pésima idea. Algunos se creen superiores a otros por factores tan aleatorios como el color de piel, la nacionalidad, el estatus social o la identidad cultural.

Establecida la diferencia, nadie quiere que lo identifiquen con lo indeseable, por eso ciertas personas o colectivos son rechazadas sistemáticamente. Ocurrió a gran escala con los afroamericanos, los judíos o los armenios, comunidades sacudidas por la barbarie.

El rechazo también se produce entre los miembros de un mismo pueblo, región o nación. La valía de las personas se mide por el éxito social y el poder adquisitivo, esto provoca una competencia descarnada donde los menos capacitados para la lucha son los más débiles y como dice el refrán: a perro flaco, todo son pulgas.

La prosperidad corre que se las pela y no espera a nadie. Los incapaces de seguir el ritmo se quedan al margen o perecen. Un triste escenario donde se abren abismos de incomprensión, desigualdad y rechazo entre los más vulnerables y los más capacitados.

En mi época de libro errabundo, me colé en las viviendas de seres desamparados que padecían todo tipo de trastornos y soledades. Me asomé a los abismos de los eternos olvidados, personas sumergidas en mundos interiores donde nadie quiere habitar.


El relato corto de hoy, se titula:

relato soledades: inadaptados sociales

Con su distintivo caminar, elástico y desgarbado, se dispone a cruzar el puente del Cabestrero. Sus holgados ropajes llaman la atención, pero son eclipsados por sus leoninos cabellos, tan largos y frondosos que le caen hasta las lumbares en retorcidas lianas de insólita simetría…

En dirección contraria, resuelta a cruzar el mismo puente, avanza encorvada y melancólica. Un bastón le sirve de apoyo. Su caminar es lento y pesado, amargamente articulado por golpes de riñón. Su indumentaria, sombría, habla por los codos de escasez y soledades…

… se adentra en el puente a grandes zancadas. Movimientos suaves y flácidos, casi invertebrados, impropios de su juventud. El río desciende con bravura y fragor, pero él solo atiende al murmullo de su mente distorsionada.

Las formas que le salen al paso se diluyen en su mirada como pastillas efervescentes. Sus ojos, ensimismados, rebosan melancolía por algo que sucedió, algo que no pudo ser o que el destino le arrebató…

… en su lánguido esfuerzo por avanzar, jadea. Una cruz, colgando de su cuello, se mece como un lastre de cristiana resignación. Se detiene. Suspira. Con un pañuelo de tela que extrae de la manga izquierda, seca el sudor de su frente. Su olor corporal es arcaico, casi extinto, proviene de un tiempo que solo recuerdan los más longevos.

A mitad del puente, cabizbaja, se detiene una vez más y coge aliento. Una mano irrumpe en su campo de visión y coge, del suelo, la colilla de un cigarro. Trata de enderezarse… y consigue visualizar al grotesco individuo: ¡sobresalto!, ¡pánico!, ¡vértigo!, ¡descomposición estomacal!

Su desgreñada cabellera le impresiona sobremanera. Lo tiene a dos pasos de distancia. El espécimen intenta prender el despojo nicotínico que apresan sus dedos amarillentos. La anciana, temerosa, se encomienda a su dios…

… cuando se guarda el mechero, percibe a una anciana que le observa sobrecogida. Reacciona, sus ojos descarriados cobran vida y reflejan un destello de entendimiento. El joven desgreñado, niega con la cabeza y reanuda la marcha.

… con el miedo en el cuerpo, la anciana se gira como un caracol y, con ojos de sapo, verifica que la amenaza se aleja. Se santigua, afligida, pero su dios no consigue apaciguarla…

… turbado, apura la última calada y se voltea: la anciana se santigua en mitad del puente. Contra todo pronóstico, una lágrima le rueda por la mejilla. Podría conjeturarse que algo duro y afilado le rasgó el corazón. Metido en su disfraz de eterno caminante, se refugia en su demencia acorazada y se aleja sin volver la vista atrás…

 … la anciana se echa mano al corazón, su rostro empalidece y se atiborra de pánico. No puede respirar; rojez en su dramático semblante. Apoyada en la granítica baranda del puente medieval, se tambalea, deja caer el bastón, impacta de rodillas contra los cantos incrustados del piso, se derrumba de costado y pierde la consciencia…

… ajeno al desplome de la anciana, avanza por el camino de tierra que transcurre paralelo al río Cuerpo de Sirena. En evidente estado de exaltación, toma una trocha tan empinada como las cumbres que señorean el valle.

No logra desprenderse de la hiel corrosiva, no consigue sacudirse las penas y rompe a sudar. En el ascenso vertiginoso aprieta los dientes, gruñe, resopla, intenta ahuyentar los malos recuerdos, aquellos reveses que le hicieron naufragar.

La mirada de espanto de la anciana regresa a su mente y lo tortura. Es una instantánea condenatoria, una gota colma vasos de flashes reiterativos que le inflaman la mente y le quiebran el alma.

La trocha desemboca en una senda. Se toma un respiro y prosigue hacia el sur. Con el cerebro humeante, camina impetuoso pero de pronto se detiene y lanza un gemido perturbador. Fuera de sí, abandona la senda y desciende monte abajo como una bestia herida.

Ahora el terreno es abrupto. La maleza se enreda y comprime entre tupidos helechos y laberínticos zarzales. Pero nada lo detiene, se abre paso a trompicones, lanza enajenados puntapiés y se desplaza, a duras penas, sobre el mullido quebradizo que amortigua los pisotones.

Como alma que lleva el diablo atraviesa marañas de agujas, persiste y desgarra sus carnes. A cada paso, ruge. Sus cabellos se enredan y enredan y violentan su cuello a más no poder. Atrás queda un rastro de sangre, mechones pajizos, zarzas rendidas, escobas y brezos tronchados y helechos aplastados.

Se detiene a quitarse las púas que muerden sus carnes y frenan su paso. Bufa. Resuella. La hiel que le acidula la sangre le mete los perros en danza y, frenético, se arroja al sinsentido que le posee.

Llevado por un mal aire, atraviesa la espesura como un demonio espectral. En el zenit de su desatino, lanza un colérico grito y avanza hasta que sale de la breña. Se topa con el curso, sinuoso, del río Cuerpo de Sirena. Camina atolondrado, por el margen izquierdo, hasta que llega a una pequeña charca.

Su cuerpo cenceño y sanguino, lacerado, se asemeja al de Cristo en la cruz. Se despoja de los harapos que le cuelgan y ve como dos ranas se zambullen en el agua. Desnudo, se sumerge en la charca y comprueba que le cubre hasta el pecho.

Forma un cuenco con las manos y se moja la cara. Desolado, recuerda lo que debe hacer. Sale del agua, camina hasta los harapos y busca en los bolsillos del pantalón.

Saca un objeto, se arrodilla y lo observa con ojos demenciales. El dolor, en su punto álgido, se vierte por sus mejillas como una amarga infusión.

Observado atentamente por las ranas que saltaron a la charca, vuelve a meterse en el agua. Con su mano diestra, manipula el objeto que extrajo del pantalón. La hoja, refulgente, sale de su escondrijo y revela sus inquietantes cualidades metálicas.

Con una expresión indefinible, contempla su brazo izquierdo y conduce la punta de acero hasta la muñeca, que permanece sumergida en el agua. Los rayos de sol, con oblicua luminosidad, penetran en la turbia charca y el suicida visualiza la escena: el filo se desliza por el lechoso antebrazo y, desde la muñeca hasta el pliegue del codo, secciona tejidos y venas.

Bajo el sol justiciero, el nebuloso tapiz que contempla cabizbajo se tiñe de un rojizo nubarrón, una oscura mancha alrededor de su pecho que le impide ver el brazo rasgado. No dice nada. No se mueve. Una estatua del museo de los horrores.

Permanece en el agua cada vez más pálido. Flaquea, desfallece con piernas patizambotemblorosas. Se le nubla la vista. Apenas se sostiene. Está desvalido, sin un ápice de fuerza, su cuerpo se vierte hacia atrás.

El cielo es azul, rotundamente azul, y el sol le ciega por un instante; un segundo, tal vez dos, luego oscuridad y frío, mucho frío…

Abre los ojos, pero no están graduados para aquel entorno acuoso. Se hunde a cámara lenta y, por un instante, los dedos de los pies traspasan la superficie de la charca. Pese a la escasa visibilidad, aprecia la columna de plasma rojinegro que mana de su cuerpo.

Se siente pesado, como un barco hundido. Está a punto de abandonarse y le llegan, distorsionados, los sonidos del incierto exterior, ese mundo de paso que está a punto de extinguirse.

Frente a sus ojos ascienden burbujas, la vida se le escapa por falta de oxígeno, sangre o lo que sea, lo mismo da, porque lo cierto es que su cuerpo se agita, se estremece estertóreo en un instante de pánico y se detiene, por fin, en un remanso de beatífica gloria.

***

Entre peces de negra plata y lianas de ova, divisa a la anciana que se santiguó en el puente. Es ella, sin duda, se dirige hacia él con bastón y todo. Incrédulo, se frota los ojos y vuelve a mirar: con pesados movimientos de hídrico astronauta, la anciana camina bajo las aguas.

Cuando llega a su lado le atusa el cabello leonino. «Tranquilo —susurra—, nos vamos a casa». Acto seguido, coge la cruz que lleva al cuello, se la pone junto a los labios y le indica que la bese.

Dentro del agua, la anciana es verde esmeralda. Las ondas preñadas de luz oscilan en torno a ella y lo envuelven todo. El joven alza la mirada: cristalinas tonalidades componen un cielo de piedras preciosas. «¿Dónde estamos?», pregunta obnubilado.

La anciana, sonriente, le descubre con el índice una gruta que se abre entre unas rocas ennegrecidas, diciendo: «A lo claro por lo más oscuro». La boca de la gruta se inunda de una luz cegadoramente blanca, tanto que parece celestial.

Cogidos de la mano se dirigen a la blancura y, cercados por un intenso resplandor, se convierten en dos seres clarividentes que se acaban desvaneciendo en el más allá.

La muerte unifica lo que la vida separa.

Recursos gráficos de pngtree y pixabay

Soy Apurito Montoya y esta es la historia de mi vida. ¿Qué te pareció mi relato Soledades? ¿Lo hablamos en los comentarios?




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4 Comentarios

  1. Hana
    17 marzo, 2020

    Sin palabras, ha sido poesía. No sé puede juzgar algo que son puros sentimientos y evocaciones. Sin palabras, de verdad.
    Me ha encantado. Tan familiar que notas los desgarros, enredos y laceraciones en ti.
    No podía tener mejor final que la propia muerte.

    Responder
    1. Eugercio
      17 marzo, 2020

      A veces escribir se parece a surfear, sientes que una ola de emociones te conduce a su capricho hasta la conclusión de la historia que tienes en mente, cuyo punto final es un rastro espumoso que fallece sobre la arena de la playa. Supongo que todo esto, el proceso completo de escritura y lectura (sin receptor no se obra el milagro), es una transmisión alquímica de palabras y sentimientos que se convierten en poesía. Gracias por transmitirme, como una ola en su retroceso, las impresiones que dejó en tu alma el reencuentro de la anciana y el joven marginal.

      Responder
  2. Fernando
    16 marzo, 2020

    Un grandísimo relato. Me ha encantado la forma de narrar y como utilizas el lenguaje para usar descripciones y palabras que crean una atmósfera de tristeza y soledad. Consigue contar algo muy trágico de una bella y estilizada manera, con un resultado final muy pero que muy bueno. Enhorabuena por este magnífico texto.

    Responder
    1. Eugercio
      17 marzo, 2020

      Muchas gracias por compartir las sensaciones que te produjo la lectura. Las horas que invertí (incontables😅) en el relato obtuvieron, con tu valoración, una agradable recompensa. Un abrazo!

      Responder

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