Una niña occidental que con alarmantes inclinaciones, unos padres impotentes y el peor de los escenarios cobrando forma en un horizonte donde se masca la tragedia: ¡Mamá, quiero ser yihadista!
Tiempo estimado de lectura: 9min.
¿De dónde procede el odio que os profesáis los humanos?
El mundo es un lugar violento por naturaleza. Desde siempre han existido las luchas por el poder y los afanes de los líderes por controlar a las masas y empujarlas a guerras fratricidas.
Pueblos, naciones, razas, odios y enfrentamientos que se orquestan desde la sombra en beneficio de las élites y en detrimento de las multitudes que sufren y mueren en nombre de banderas, patrias o textos sagrados.
En mis andanzas por el mundo comprobé que el nivel culturar y el carácter de las personas determinan su modo de interpretar esta doliente realidad. Para los humanos, un drama puede ser un drama, una tragicomedia o una comedia a secas, en cada historia hay un sinfín de matices y detalles que varían en función del observador.
Rebusqué en mis entrañas vegetales con la intención de examinar la naturaleza de todo esto a través de una sátira donde el drama y la comedia se entremezclan con el odio y el amor. Ambigüedades, contradicciones, sinsentidos, sinrazones…
El relato corto de hoy, se titula:

Aún no había cumplido cuatro años cuando pidió a los Reyes Magos que le trajeran un velo. Sus padres se tomaron a la ligera la insólita demanda de la criatrua. Bromearon al respecto:
—Qué muchacha, de dónde habrá sacado la idea de ponerse un velo.
—Qué sé yo, se habrá fijado en las musulmanas que se encuentra por ahí.
Pero aquello no fue un hecho anecdótico, Estrella siguió dando muestras de su misteriosa inclinación por los usos y costumbres del islam. Un día se levantó para ir al cole y, en el aseo, con los párpados entornados y poblados de legañas, pidió a su mamá un té moruno.
—¡Qué has dicho! ¿Un té? Eres muy pequeña, cielo, esas cosas las beben los mayores.
—¡Pero yo quiero un té!
Estrella porfió hasta enfadar a su madre.
—¡Que te he dicho que no!
Lejos de quedarse conforme, la niña insistió e insistió, de una forma tan cansina que al final resolvieron contentarla con un Rooibos Original que guardaban en la despensa.
—¡Dáselo, por Dios —protestó papá—, una infusión no le hará ningún daño!
—Se dice por Alá —refutó la criatura.
—¿Qué has dicho? —intervino mamá.
—¡Que no se dice por Dios, SE DICE POR ALÁ!
Lo dicho, ante la atónita mirada de sus papis se salió con la suya, y más adelante volvió a las andadas. Trajinaba mamá en la cocina, cuando:
—¡Alá es grande, Alá es grande…!
Era Estrellita, su apocalíptica voz procedía del cuarto de estar y allí acudió su madre con el alma en vilo.
—¡Alá es grande, Alá es grande…!
La tele estaba encendida. Una multitud de islamitas embravecidos lanzaban proclamas al viento clamando venganza. Al frente de la protesta, un grupo de insurgentes caldeaba los ánimos haciendo tronar sus fusiles y metralletas.
—¡Alá es grande —gritaba la niña parada frente a la tele—, Alá es grande, Alá es grande…! —Sus ojos, catatónicos, brillaban de exaltación; y sus brazos, espasmódicos, se agitaban adelante y atrás con los índices apuntando al cielo.
A raíz de este incidente, el primer terapeuta infantil que se ocupó de tratar a la criatura alucinó hasta arrojar la toalla. En la última sesión departieron lo siguiente:
—¿Qué ves aquí?
—Un infiel arrojado a las llamas.
—Hum… ¿Y aquí?
—Un repugnante cochinillo.
—¿Cómo? ¿Te refieres a un cerdito?
—Sí, me dan asco.
—Interesante… Y dime, ¿qué ves aquí?
—Un yanqui decapitado.
—¿De verdad que no ves una mariposa?
—No.
—Está bien bonita, hemos acabado.
A los trece era una fanática empedernida, había exigido a sus padres que autorizaran por escrito su conversión al credo musulmán. Sus allegados no daban crédito. Como buena practicante, recitaba sus oraciones a las horas reglamentarias sobre una alfombrilla turca que compró en internet con una tarjeta que sustrajo a su abuela.
Sus dos únicas amigas eran libanesas. Iba con ellas a la mezquita cuando podía. Sus padres trataban de impedírselo, pero la cosa llegó a tal extremo que acabaron aceptando su conversión a cambio de que dejara de amenazarlos con inmolarse.
Antes de que su abuela bloqueara la referida tarjeta, Estrella tuvo tiempo de emplearla para hacerse con un burka que escondió en su habitación. Desde entonces, cuando sus padres no estaban en casa se paseaba vestida de tal guisa, hacía poses delante del espejo y se creía un dechado de virtudes islamistas.
Siempre se aseguraba de que no hubiera nadie en casa, pero acabó cometiendo un error. Una mañana, iba de camino a la cocina con el burka puesto y, en mitad del pasillo, a poco mata del susto a su ojiplática madre, que viendo aquel fantasma enlutado se persignó descolorida y rompió a llorar.
El burka acabó en la basura y la mímica de Estrella se redujo a una pose de continuo resentimiento. Estaba en una edad muy complicada. Las censuras y prohibiciones acentuaban su rebeldía y fueron el detonante de su completo radicalismo, que alcanzó su cenit cuando su padre llegó del trabajo y, alertado por el olfato, corrió hasta el cuarto de Estrella y luego hasta el baño que tenía para ella sola, del que salía un resplandor anaranjado que confirmó lo que se temía.
Consumida por la llamas, una bandera de Estados Unidos terminaba de arder en la bañera. Estrella observaba el espectáculo embebida en un torbellino de odio y fanatismo. Ni siquiera se percató de la presencia de su padre, petrificado junto a la puerta por lo dantesco de la escena: Estrellita, la niña de sus ojos, sujetaba un portátil pegándolo a su vientre. En la pantalla, barbado y montaraz, un muyahidín presenciaba la quema de la bandera luciendo una macabra sonrisa.
Aquello fue el colmo, sus padres denunciaron los hechos: el Estado Islámico había lavado el cerebro a su hijita. Pero la realidad era otra, los investigadores concluyeron que Estrella se había embarcado por cuenta propia en la guerra santa, jurando exterminar a los infieles por la gloria de Mahoma.
En sucesivos intercambios internáuticos, los terroristas habían puesto a prueba la fe y compromiso de la joven extremista, que además de quemar banderas (y usarlas para limpiarse el culo mientras sádicos barbudos la devoraban con la mirada), había proporcionado a una célula terrorista fotografías de lugares estratégicos donde, sin lugar a dudas, planeaban atentar.
Estrella dio con sus huesos en un reformatorio. Estuvo encerrada cuatro años, siete meses y nueve días. Durante la estancia se comportó de manera ejemplar. Desde el principio se mostró arrepentida y volvió transformada a casa, al menos eso fue lo que sus padres celebraron y difundieron entre amigos y familiares.
Con diecisiete recién cumplidos, Estrella recuperó las vestimentas y costumbres occidentales. Estudió hostelería, un ciclo formativo de dos años que superó con excelentes calificaciones. Seguía siendo solitaria y un tanto taciturna, pero sus padres respiraban aliviados, estaban orgullosos de ella y sacaban pecho por sus logros.
Finalmente, una importante cadena hotelera la ofreció un contrato de aprendiz y llegó a Benalmádena a primeros de julio. Llamaba a casa una vez por semana y se mostraba feliz por su nueva vida, pero un asunto espeluznante se tramaba entre bastidores. Tras una larga espera, Estrella estaba a punto de subirse al escenario, deseaba protagonizar la función que haciéndola volar en mil pedazos le otorgaría para siempre el aplauso de los fieles y la ansiada gloria de Alá.
Los muyahidines aprovecharon las primeras vacaciones de Estrella, que siguiendo las instrucciones con precisión y frialdad, cruzó el estrecho desde Algeciras y voló desde Marruecos a Oriente Medio. Durante el trayecto la instruyeron diferentes contactos y en cuestión de una semana, preparada para el acto final, desembarcó en Israel con un visado de turista.
En el corazón de Tel Aviv, con un chaleco de explosivos oprimiéndola el tórax, traspasó las puertas corredizas de un centro comercial. Mientras caminaba, evocó lo que dijo a su madre cuando sintió por vez primera la llamada de la guerra santa: «¡Mamá, quiero ser yihadista!». Aquel propósito infantil que sus padres interpretaron como una oscura chiquillada, había alcanzado su punto álgido…
Con la frente perlada de gotitas de sudor, se detuvo en mitad de la galería. Por sus flancos, un flujo constante de gente despreocupada consumía su tiempo libre sin reparar en el frenesí que brillaba en sus ojos. ¿Quién podía sospechar que aquella joven de aspecto inofensivo estuviera a punto de perpetrar una masacre?
Con trémulo pulso, condujo la diestra al interior de su chaqueta y agarró el detonador, ubicó el pulgar sobre la clavija metálica que servía de interruptor y se dispuso a activar el mecanismo… pero se detuvo en el último suspiro.
A unos metros de distancia, reflejado en el escaparate de una tienda de mascotas, los ojos entusiasmados de una niña observaban a un cachorro de labrador.
No podía encontrar en su memoria un instante como aquel. Ella nunca tuvo ese brillo en los ojos, jamás experimentó los beneficios del amor. Todo lo contrario, en las fotos de su niñez aparecía una niña triste en cuyos ojos se apreciaba la huella del odio, un turbio rencor que no tenía razón de ser.
Sus padres la querían, se había criado en la abundancia y en el cole no la acosaron, nadie la maltrató, sin embargo aquellos ojos de las fotos reflejaban un profundo desdén por el mundo y sus moradores. Eran los ojos de una niña enfadada, arisca, cortante, puede que demasiado consentida pero eso no explicaba el dolor y resentimiento que albergaba su corazón.
Durante el viaje a Tel Aviv había pensado en ello. ¿Dónde estaba el origen de su inmenso dolor? Lo ignoraba, pero había elucubrado una teoría que explicaba su adhesión al integrismo islámico: la religión y el choque de culturas le habían servido de pretexto para escupir a Occidente su rencor de la forma más dañina posible. ¿Había algún modo mejor de expresar su desprecio por la sociedad a la que pertenecía?
Su tembloroso pulgar estaba a escasos milímetros de la clavija detonante. Todo el odio acumulado en su cuerpo estaba a punto de saltar por los aires, sangre derramada y entrañas desperdigadas que se unirían al conjunto de la masacre, una matanza indiscriminada en la que, según sus cálculos mentales, acabaría con la vida de unas veinte personas. O quizá fueran treinta, tenía que ser optimista.
La niña que observaba al perrito se alejó con su mamá. No pudo evitar sentirse aliviada. Fue el primer síntoma de misericordia. El segundo llegó cuando su mente dio la orden de perpetrar la masacre y el pulgar de su diestra se negó a cumplirla.
Las gotas de sudor acumuladas en su frente formaron un reguero que empezó a resbalar por sus sienes. Entre los que paseaban a su alrededor detectó miradas escrutadoras. Su determinación flaqueaba y sus nervios afloraban más de la cuenta, tuvo que emplearse a fondo para conservar la entereza.
Pensó en el dolor que causaría si hacía saltar el suyo por los aires. Ese daño que sentía tan adentro estallaría en mil pedazos y se expandiría entre los amigos y familiares de las víctimas y aún más allá, en un radio de cientos, de miles de kilómetros. El dolor salpicaría a tailandeses y noruegos, a chinos y mejicanos, a todos los seres sintientes, receptáculos de dolor, de cualquiera de los confines habitados por esta generación y las venideras.
Había dado en el clavo, EL DOLOR CAMPA A SUS ANCHAS POR EL MUNDO Y SE EXPANDE SIN REMEDIO POR VÍA GENERACIONAL.
Se imaginó en el vientre materno. Sintió que en realidad estaba allí. El cordón umbilical, enredado en su tórax, ejercía la misma presión que el chaleco cargado de explosivos que llevaba encima. En la oscuridad, sintió la presión de una angustia silenciosa, un sufrimiento subconsciente que su amorfo cuerpecito de esponja no paraba de absorber…
Era el dolor de su madre. El dolor de su familia. El dolor de sus antepasados. El dolor de la humanidad. Era el dolor que reflejaban sus ojos en las fotos de su niñez…
Supo que el origen de su dolor era la ausencia de amor, una clase de amor donde no tenía cabida un solo gramo de odio o resentimiento. El amor de las canciones, poemas y novelas que inundaban el mundo era una mera patraña. Giró sobre sus talones y caminó hasta la salida del centro comercial.
En la calle, bajo un nuevo y radiante sol, las lágrimas purificaron su espíritu. Se propuso encontrar el amor del que hablaban las religiones, pero no en los templos o en los libros sagrados, sino en los ojos de los cachorros de labrador, en la mirada de los niños o en el vuelo de las aves, en todo lo que desprendiera el aroma de la Verdad.
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4 julio, 2019
Es magnífico. Me ha dejado sin palabras (si me conocieras sabrías que ese es un elogio difícil de superar, porque no me callo ni debajo del agua). ¡Enhorabuena!
4 julio, 2019
Para mí lo magnífico es que alguien que no me conoce de nada empatice con mi forma de ver y sentir el mundo, me ayuda a reconciliarme con esa parte mía que no logra abstraerse del fuego cruzado y el continuo intercambio de bofetones. Muchas gracias Adela.
21 junio, 2019
Dicen que la ira es un sentimiento que surge en el área primitiva del pensamiento, pudiéndose extender cual cáncer por todo el cuerpo si no encuentra salida. La ira nace como mecanismo de defensa ante una situación que la persona considera injusta y que se produce de manera sostenida en el tiempo, llegándose a enquistar como el tumor que es. Este cáncer puede limitarse a un individuo, a un grupo de ellos llamado familia o puede extenderse en una nación entera o conjunto de naciones. No obstante, los sentimientos de ira no entienden de fronteras. Además son fácilmente alimentables, se conforman con poco. Este relato narra muy bien todo eso.
21 junio, 2019
Un placer tenerte de nuevo por aquí, Hana, ¡te estás ganando a pulso un puesto privilegiado en el altar donde ubico a mis lectores/as y comentaristas! Brillante explicación sobre los mecanismos de la ira. No puedo añadirle ni quitarle una sola letra. La intención de este relato queda expuesta, solo matizar que la ira también se propaga por vía generacional y en ocasiones de forma inconsciente, como le ocurre a la prota del relato.
17 junio, 2019
Me ha gustado mucho el relato,esto por desgracia pasa hoy en día.
17 junio, 2019
Me alegro de que te haya gustado, gracias por comentar. Es un relato edulcorado con un poco humor pero que refleja, en efecto, la dramática realidad cotidiana, esa radicalización irracional y esos odios inculcados que solo conducen al dolor y la destrucción.
13 junio, 2019
Me ha removido por dentro, la verdad, creo que es uno de los pocos temas que ni la razón ni el corazón jamás podrán entender, seguro que a muchos les sucede lo que a Estrella segundos antes, aunque creo que por represalias no han podido contarlo y su desgracia se convierte en la de muchos otros sin merecerlo. Enhorabuena Apurito por este relato.
13 junio, 2019
Hola Lore, un gusto tenerte por aquí de nuevo. Así es, hay cosas que nos cuesta un mundo entender, ¿por qué hay personas que desprecian su vida y se prestan a llevarse por delante a todos los que puedan? ¿Por qué hay tanto odio y dolor en el mundo? Yo pienso que Apurito intentó explicarlo a su manera, con ese humor que le caracteriza nos puso en la piel de una persona que siente en sus entrañas un odio irracional y que luego comprende que este mundo es una sucesión de tortazos que nos sacudimos unos a otros generación tras generación. Y así nos va, ojo por ojo y la humanidad se quedará ciega, como dijo en su día Mahatma Gandhi.