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Al margen (segunda parte)

Te dejo, sin más, con la segunda parte de Al margen.

Si aún no leíste la primera entrega de Al margen, empieza por AQUÍ…

Tiempo estimado de lectura: 5min.

Recordad que la naturaleza nos ha dado dos oídos y una boca para enseñarnos que vale más oír que hablar.

Zenón

Al margen (segunda parte)

La lista de espera es enorme y no hay donantes disponibles. Es lo que hay. Sin embargo, respiro tranquilo. No sé luego, pero ahora respiro tranquilo. Cuando las fuerzas flaquean, la cercana presencia de la muerte te arropa con la promesa del eterno descanso. El gran vacío emergió de las sombras y ya no tengo escapatoria. Mi actitud indolente, mi forma de despreciar esos sueños que decía perseguir, pusieron el punto final a la gran mojiganga.

¿Quién cojones soy? ¿Qué estúpidos papeles estuve interpretando? Desde que me dieron la fatídica noticia, las máscaras se apolillan en el armario junto a camisas, zapatos y poses reglamentarias.

Ya no tendré que demostrar que puedo conseguirlo. Mi empeño y falso coraje por convertirme en la verdadera expresión de mi potencial, en la mejor de mis versiones o en cualquier otra idiotez por el estilo, por fin se han reducido a escombros.

Mejor así, no volveré a estrellarme contra el muro del fracaso y la impotencia. Se acabaron los bochornos y la culpa, se acabó la perpetua decepción.

Solo queda esperar. Una espera de relojes que corren endiablados, de últimas veces y palabras estranguladas, de minúsculas esperanzas que pese a todas las evidencias se niegan a perecer.

Una parte de nosotros no contempla la extinción, esa Fe con mayúscula que nos reconforta aunque la neguemos. Los religiosos creen en el vida eterna y los ateos la rechazan avalados por la ciencia, que sin embargo les contradice con ley de la conservación de la materia: «La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma».

No se destruye, pero se degrada, el torrente de energía de los humanos merma con el esfuerzo y se va quedando en nada con el paso del tiempo. Luego solo queda esperar a que la muerte, conforme a las creencias de cada uno, nos transforme en otra cosa.

Candela no lo sabe, pero ya no escribo. Cuando se va a la oficina me entrego al placer de la lectura o cuando no zangoloteo por la casa, perseguido por quimeras y fantasmas del ayer. Tengo previsto, sin embargo, retomar el pulso de mi novela más humanista; acabarla es mi último reto, mi gran obsesión.

Por lo demás, me paso las horas muertas pegado a la ventana como si fuera un moscardón, como dice Candela. No se equivoca, soy un moscardón que sueña con volar porque sabe que no puede con sus propios medios. Candela también lo sabe pero se engaña, finge que soy una mariposa de vuelo grácil e imprevisible.

Para ella es cuestión de tiempo, por eso no deja de alentarme, nutre mis fantasías con la supuesta notoriedad que me espera tras el naufragio social. Quedé tocado, muy tocado y casi hundido por la falta de sentido y la nula ilusión, por oscuros pensamientos que aún me hacen despotricar contra la gente y la vida humana.

No soy una mariposa, Candela, soy un quejumbroso moscardón que tiene los días contados, un pusilánime insecto atrapado en un frasco de cristal que realiza grandes esfuerzos para alcanzar unos objetivos por los que nunca será recompensado.

Ahora ya no importa, la sombra de la muerte me ha enseñado a estarme quieto y en silencio. Cuando te busca la Guadaña, la importancia personal se desvanece en la nada…

—¡Todavía sigues ahí! —escucho de improviso.

Mi tierna Candela está de vuelta. No percibe mis cenizas esparcidas por el suelo. Es tan inocente como un párvulo, tan apacible como una estrella de mar en un lecho marino de arena iridiscente.

—¡Apártate de la ventana, moscardón!

Se acerca cariñosa. Sus brazos me rodean por el pecho. Sin girarme, me estremezco con el susurro de su voz:

—¿En qué piensas?

Me levanto de la silla para besarla. Ella vuelve a abrazarme y contempla el exterior.

—Dime, ¿en qué piensas cuando miras por la ventana?

Ella siempre insiste. Y yo, aunque detesto dar explicaciones, soy incapaz de resistirme a sus dulces maneras.

—En ellos —alzo la barbilla hacia el mirador.

Candela calla y observa. Pasan inusitados los segundos y, como si hubiera comprendido que afuera ocurre algo, pregunta con inflexión atenuada:

—¿Qué sientes al verlos?

—Al principio sentía desprecio…

Contesto a bocajarro y Candela se impresiona.

—… pero luego me apacigüé…

Su mirada, aunque se esfuerza en expresar comprensión, manifiesta justamente lo contrario.

—¿Y qué sientes ahora? —me interroga con gesto expectante.

—No siento nada —asevero circunspecto—. Dentro del orden fenoménico de los sucesos inherentes a nuestro género y condición, solo aprecio una cadena de actos previsibles. ¿Lo entiendes ahora?

 Candela me escruta en silencio mientras contengo la risa.

—¡Te estás quedando conmigo! —exclama con enojo infantil. Su divertida reacción dibuja en mi rostro una mueca socarrona—. ¡Déjate de rollos, paliducho —me dice—, que de tanto darle al coco estás más blanco que la pared! —Me rio—. Anda, vamos a ver la peli. ¿Cuál ponemos? —Ella siempre tan pragmática—. ¡Pero qué hago yo con este loquito! —añade, y tira de mí hacia el sillón—. ¡Qué tendrás en esa cabeza de pepino!

Con jocoso talante, respondo con una mano en la bragueta:

—¿Quieres saber lo que tengo en la cabeza del pepino?

Juguetona, Candela se abalanza sobre mí. Sus ojos brillan de entusiasmo. No puedo decirle que estoy en las últimas, sería un crimen, prefiero sumergirme en la luz y fundirme en su calor. Siento la cercana presencia de la matriz, de los senos que vigorizan mis instintos de permanencia. Los hombres somos niños asustados que aparentan tener el control, pero en el fondo «mama teta».

Minutos después, la tetera dormita sobre la mesa, el postergado televisor guarda silencio y nuestros cuerpos, al rojo, se estremecen semidesnudos bajo la manta colorida de alpaca boliviana. Te quiero, me corro, el paraíso en su cabeza contra mi pecho y mis ojos clavados en el techo.

Mañana haré las maletas y pondré rumbo a La Paz. Conozco una pensión decente donde puedo alojarme por quince pesos bolivianos, un euro con cincuenta la noche.

Comeré todos los días en el restaurante temático de Los Beatles. Espero que siga abierto. Por quince bolivianos me ponía morado: aperitivo, primero, segundo, postre y una jarra de litro de jugo natural.

Dedicaré lo que me queda de vida a concluir mi novela más ambiciosa, mi último intento de alcanzar la inmortalidad.

Qué pretenciosos podemos ser los escritores; qué ínfulas de grandeza: ¡alcanzar la inmortalidad! Somos como peces que coletean al borde de la expiración. Abrimos la boca con los ojos muy abiertos e intentamos respirar, pero el agua no nos llega a las branquias y el tiempo se agota.

El agua de los literatos está hecha de musas, sabiduría, creatividad, introspección, paciencia infinita, capacidad de observación e ingenio ilimitado. Es el que bebieron Cervantes, Shakespeare, Dostoievski o Allan Poe. Ellos no se asfixiaron como peces fuera del agua, su legado perdura en negro sobre blanco.

Candela me hizo el amor sin saber que mañana, cuando regrese de la oficina, estaré de camino al cementerio de elefantes, como ese anciano de La balada de Narayama al que suben a la montaña para que muera en soledad. Candela, amor mío, gracias por haberme acompañado hasta la última encrucijada, nos vemos en la eternidad.

Recursos gráficos de pngtree y pixabay.

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4 Comentarios

  1. Hana
    17 marzo, 2020

    De tanto mirar el paisaje el protagonista acaba muerto, como ese mismo paisaje, quieto, paralizado, sin cambios. Esa es la muerte en vida. Es el todo, pero sobre todo la nada. Y esa nada a veces da miedo, angustia, sobre todo cuando te ves separada de ella a través de un cristal. Pero hay un día que te aceptas como parte de ella, y ese día los miedos se disipan. Y esa aceptación es la muerte, una aceptación del macizo de roca muerta que se tiene delante y que se va desgastando en el tiempo. Hay finales felices, y yo creo que este es uno de ellos, porque es el final de la aceptación, la última etapa del proceso que es la vida. Así que el recurso de la enfermedad en contraposición a las ambiciones de la vida, es más que acertado. Nos creemos inmortales, como bien dices, el artista que se siente abandonado y los turistas de los flashes inmortalizando momentos, todos nos creemos inmortales. Esas ventanas ayudan a quien sabe contemplarlas a darte cuenta de ciertas cosas. Te sentirás en una pecera al mirarla, pero sabes que pronto escaparás de ella, y que nada tendrá sentido salvo el estar tranquilo y aceptarlo.

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    1. Eugercio
      26 marzo, 2020

      Hana, me quito el sombrero (el gorro, en realidad) ante tu brillante interpretación del relato. Es un microensayo dentro del propio relato, una recompensa para los lectores que tengan a bien leerse los comentarios. No es que me sorprenda la profundidad y envergadura de tus observaciones, pero teniendo en cuenta tu juventud (comparándote conmigo, claro, que ya te he visto alguna cana), tu mirada crítica es digna de elogio. Llegas al fondo del asunto y te expresas desde allí, aportando nuevos matices y detalles. La comprensión y aceptación son la clave, por supuesto, pero quiero añadir que el afán de permanencia que nos vincula a todos se refleja en el intento del artista por dejar el legado de sus días. En La Paz, con la música de los Beattles contrapuesta a la cultura andina, camina en solitario hacia la muerte y se funde con ella en un abrazo atemporal.

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  2. Lorenita
    15 febrero, 2020

    Presentía desde el principio que no iba a acabar bien, y así ha sido… desde mi visión (aunque pueda parecer a otros lo contrario) es muy egoísta dejar a Candela de esa manera, para mi la mentira es mucho más dolorosa que cualquier verdad, y Candela hubiera estado con él hasta el final, estoy segura.
    PD. Tengo ganas de que algún relato acabe con final feliz.

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    1. Eugercio
      15 febrero, 2020

      Jajaja. Los antihéroes de mis relatos no suelen comer perdices pero algunos relatos acaban bien (Don nadie, La química del amor, Soledades, Mamá, quiero ser Yihadista) y otros tiene finales neutros (El verdadero Messi, Oliverio Twist, Maquiavelo y Fortunato).
      Respecto al relato, no creo que sea una decisión egoísta. Candela sufrirá, desde luego, pero él se sacrifica por su arte. Sabe que su única posibilidad de escribir una obra maestra pasa por afrontar sus últimos meses en solitario. Renuncia a su bienestar porque necesita el aislamiento del escritor, y lo busca deliberadamente con la intención de redimirse y a cambio de perderlo todo.
      Para mí, es justo que una persona decida cómo jugar su última baza. Justo, hermoso y heroico. A Candela se lo explica todo en una carta. No quiere apagarse en sus brazos, prefiere que le recuerde sano y decide comerse él solito la enfermedad. Luego, en Bolivia… eso ya me lo reservo para una posible continuación del relato, jajaja, ¡que me embalo y remato la historia en los comentarios! Un abrazo, Lore, algún día llegará ese final feliz.

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