Este libercuento explora la mirada de un artista que se ubica al margen. Todos, en realidad, tenemos algo de artista y compartimos la furtiva aspiración de vivir al margen del mundanal ruido.
Tiempo estimado de lectura: 7min.
¿Por qué sentimos en ocasiones el deseo de vivir al margen?
Desde la adolescencia, o incluso antes, tengo la sensación de que no encajo en ninguna parte y a veces me aíslo de manera deliberada. No logro adaptarme al ritmo, usos y costumbres de la enfermiza sociedad. Todo esto me acarrea serios inconvenientes, pero también algunas ventajas.
La falta de identificación con patrias, ideologías o colectivos de cualquier tipo me permitió desarrollar una mirada más libre, creativa y original. Desde mi centro creador, observo, reflexiono en profundidad y saco mis propias conclusiones.
Somos seres sociales, estamos condicionados por el entorno y la interacción, pero el cultivo y desarrollo de una mirada singular solo depende de nosotros. Durante el proceso, tratarán de implantarnos un cerebro programado, procurarán alienarnos para que todo nos importe un carajo salvo ganar dinero y gastarlo, en eso anda metido casi todo dios.
Intentan que juguemos, pero las reglas del juego apestan demasiado, sobre todo para la gente más sensible, afectada por las convenciones sociales, la superficialidad imperante, la diosa tecnología, la esclavitud laboral, la inquietante desnaturalización, los conflictos globales de las masas adormecidas y otras abrumadoras realidades en las que estamos inmersos: ¡sálvese quien pueda!
Me gustaría ser fuerte, pero mi umbral del dolor es demasiado bajo. Como tantos otros, sufro al relacionarme con la imagen del ser humano proyectada en el espejo de los pecados capitales. Como tantos otros, prefiero estar al margen, pero no logro desvincularme…
“Justo cuando pensaba que estaba fuera, vuelven a involucrarme”.
Michael Corleone (El Padrino III)
Cuántos habrá en esta misma situación, personas que no logran desvincularse del trabajo indeseable o de la toxicidad de las relaciones. Por suerte, para los que sufren por su alta sensibilidad existe un refugio llamado «arte»: tabla de salvación, escape del absurdo y la crudeza de la vida.
En la fragua del dolor, las almas, corazones y cerebros se caldean, los intelectos se moldean, las emociones arrojan chispas y los pensamientos se trasforman en relatos como este…
Al margen
Al retortero del pintoresco mirador, los gringos revolotean al otro lado de la calle. Miran, pero no ven; oyen, pero no escuchan; mueven los labios y emiten palabras, pero nada de lo que dicen parece relevante. Sus sentidos, atrofiados, desechan los olores campestres y los trinos de los pájaros, desconocen las hazañas de las cumbres, no toman en cuenta la belleza primitiva del macizo que domina el horizonte, que se eleva hasta el cielo y lo rasga con sus afilados cuchillares.
No me canso de admirar el paisaje. Por debajo de las cumbres se extienden los montes y el verdor de sus faldas, un ondulado carnaval de follaje que el viento se empeña en mecer a su capricho.
Hipnotizado, contemplo la danza atemporal hasta que algo, más abajo, reclama mi atención. A lomos de su asno plateado, el señor Tomás cruza el puente de tres ojos cuyo cuerpo de piedra y argamasa sobrevive al paso de los siglos.
Un deleite sigiloso centellea en mis retinas, soy testigo de escenas rurales casi extintas, de la belleza natural de un entorno privilegiado y de una joya arquitectónica del siglo XIV, el puente medieval del Cabestrero, que está a cincuenta metros escasos de la ventana que me permite fisgonear sin ser descubierto por los viandantes.
Sí, lo admito, soy un fisgón, y tengo a tiro de piedra el epicentro de mis furtivas apreciaciones: el mirador del río Julepe, espacio que congrega al ocioso paisanaje y al mundano turisteo que, a unos veinte metros de mi nido de halcón, intercambia silencios expectantes, saludos y apreciaciones, rumores y confidencias, y todo aderezado con algún que otro pitillo y por supuesto con las fotos de rigor.
Los gringos miran y dicen y hacen y se desplazan de manera predecible y, ajenos al espíritu del Todo, que les observa sigiloso sin que ninguno lo sospeche, manipulan sus ingenios digitales cada dos por tres.
Unos posan y otros disparan; unos hablan y otros escuchan; animalitos con ojos que a priori se comunican pero cualquiera sabe, hay demasiado ruido en las cabezas, demasiada agitación en los cuerpos y en la psique colectiva de una manada que viene y va mientras consume los pastos de su propia sinrazón…
—¡Ya estás pegado a la ventana! —Como de costumbre, Candela interrumpe mi agudo cavilar—. ¿Ponemos una peli? —me dice, y aguarda la respuesta echada en el sillón, arropada con la manta de alpaca boliviana.
—¿Qué clase de peli? —Estoy tan cerca del cristal que mi aliento lo empaña.
—La que quieras, decídelo tú. Mientras tanto preparo algo caliente. ¿Te apetece un té? —Emito un sonido afirmativo—. ¿Verde? ¿Rojo? ¿O prefieres el japonés que sabe a paja seca?
—Me da igual. Elige tú.
—¿Qué tal un té negro? Ese que lleva cardamomo y corteza de naranja.
—Perfecto.
—Ahora vuelvo, moscardón.
—¿Moscardón? —volteo la cabeza con el ceño fruncido.
—¡Sí, moscardón, es lo que pareces ahí pegado a la ventana!
—No puedo evitarlo —afirmo, y barriendo la panorámica exterior con un teatral gesto de manos, añado—: Siento una atracción irresistible por la extraña naturaleza de este retablo de naderías.
—¡Déjate de rollos! —protesta Candela, con una media sonrisa que desbarata su enojo simulado—. Sabes qué, eres igual que el actor de la Ventana indiscreta, solo te falta una pierna escayolada. ¿Cómo se llamaba ese tío? ¿Gary Grant?
—No me acuerdo.
—Venga, dímelo, estoy segura de que lo sabes.
—Que no, de verdad.
—¡Venga, porfi, qué te cuesta! ¿Cómo se llamaba?
—James.
—¿James, qué?
—James Steeewart.
—¡Te lo advierto James Stewart —exclama—, espía lo que tengas que espiar que en cuanto vuelva de la cocina te despego de la ventana!
—A sus órdenes mi sargento —respondo de cara al exterior y el cristal se vuelve a empañar. Examino la nubecilla de vapor mientras se alejan de mis oídos las pisadas de Candela.
Escucho el chirriar de la puerta de la cocina con la vista clavada en el río. Su caudal es torrencial, serpenteante y obstinado, en su afán por sortear los diferentes escollos roqueros, como un lienzo corredizo de chocolate turbio, se precipita estridente en espumosas eclosiones.
El cauce principal atraviesa el ojo grande y al poco de rebasarlo se empieza a ensanchar, se apacigua y da la bienvenida al torrente que, en la ribera opuesta, encauzado por un estrecho canal, desfila por el ojo chico y desciende hasta zambullirse en el grueso del río.
Por lo demás, alisos y sauces salpimientan la ribera y, más arriba, en las cumbres, la infinitud azucarada que derramó no hace mucho una borrasca persistente, endulza mi espíritu.
Hermoso, muy hermoso, y lo sería mucho más si pudiera saborearlo con búdica consciencia. Sin embargo, cuando siempre está al alcance de un vistazo la consabida belleza pierde intensidad, tiende a difuminarse y, según el observador, puede llegar a convertirse en algo insustancial.
Sin ir más lejos, ahí viene de paseo Pericón, el ejemplo que demuestra lo que estoy considerando. «¡Virgen Santa —me dijo el otro día—, la de gente que se acerca al mirador y la de fotos que sacan! No sabemos apreciar lo que tenemos, ¿no te parece?».
Me limité a mascullar el clásico «Ya ves, tú verás», pero con ganas me quedé de replicarlo. Igual que vienen estos, van millones por todos lados y sacan fotos a mansalva, siempre con sus prisas por bandera.
Además de Pericón, atraídos por la tempestuosa chocolatada, otros lugareños se han mezclado con los ávidos foráneos. Juntos, pero no revueltos, asisten a la crecida del río Julepe.
En este rincón del mundo, el tiempo es como un caracol atrapado en un frasco, como una elipse giratoria en continuo déjà vu. Lloviera o no, ya fuera festivo, fin de semana o periodo vacacional, la misma escena de gente ociosa merodeando: desde el mirador hasta el puente, desde el puente hasta el río, desde el río hasta el mirador y así sucesivamente, un perpetuo retablo de danzantes espantajos que devoran fruslerías.
A cada paso, a cada giro, a cada palabra, a cada suspiro, como títeres acuciantes de lánguidas miradas, degluten el paisaje y se esfuman sin más. Vienen solos, en pareja, en familia, en amistosas grupetas, en catervas de excursionistas o tropeles de pensionistas; y en primavera, acuden a posar recién casados o angelitos catequizados con las galas y maneras protocolarias.
Cada uno de su madre, y puede que de su padre, pero todos con los mismos atrezos (móviles o cámaras) y la misma compulsión. Sobre el escenario, tan llenos de agujeros como quesos emmental, los gringos forman cadenas de actos vacíos.
Y así, miles de fotos del viejo puente que amenazan con ser millones son almacenadas en incontables dispositivos para luego ser enviadas, retocadas, comentadas, clasificadas, exhibidas o recauchutadas como piltrafas digitales de una absurda ostentación o rancios recuerdos de un insulso ayer.
¿A dónde va a parar tantísima foto? Supongo que al olvido. El mismo viento que desprende las hojas de los árboles, que separa el grano de la paja, que mece los cabellos de los vivos y esparce las cenizas de los muertos, se lleva las fotos al olvido junto a todos los que posan o disparan.
Al margen, veo las vidas de la gente río abajo. Efímeras y pueriles existencias que navegan como la paja que el viento desechó.
Desde mi atalaya de cristal y PVC, los cuerpos que visualizo se desplazan inanimados. Son ceniza de cadáver ondulando a la deriva, triviales figurines de papel cuché…
Por lo que a mí respecta, pronto seré uno más de los que ondulan río abajo. Ayer volví a orinar esa sangre espantosa. Llevaba sin verla unos días. Ingenuo de mí, llegué a creer en una especie de milagro o sanación espontánea.
Pero no, mi esperanza de vida no debe ser más larga que la de un insecto palo o una babosa común. Ignoro cuánto viven estos bichejos, pero lo cierto es que el doctor me ha confirmado que, en el mejor de los casos, me queda alrededor de medio año.
SEGUNDA PARTE DE AL MARGEN
Recursos gráficos de pngtree y pixabay.
También estoy por aquí…
Soy Liberto Vagamundo y escribo libercuentos. ¡Anímate a dejar un comentario!
18 marzo, 2020
Muy bueno, me ha encantado. Sigue escribiendo, por favor.
18 marzo, 2020
Seguiré dándole a las teclas, descuida, ahora estoy liado con la novela breve que publicaré después del verano. Muchas gracias!
17 marzo, 2020
Esa ventana… bendita y maldita ventana. Porque quien ha contemplado el todo y la nada a través de ella, no puede volver a mirar igual a otra ventana. Y esa ventana y esas vistas te siguen, te siguen allá donde vayas, y te las imaginas, las solapas con las propias vistas que en ese momento te tocan, aunque sean insulsos bloques de pisos hasta arriba de amianto, tú te imaginas las otras y las intentas fundir con las presentes. Es un privilegio, un privilegio que a veces da miedo, sobre todo cuando uno se aferra a eso, porque a veces siente que es lo único que tiene, o también da miedo cuando se caricaturiza de esa manera, mediante flashes y comentarios frívolos. Yo creo que todas esas cosas se concentran en el bloque macizo, y parecen mermarlo. Esas miradas. A veces puedes presenciar cómo mengua, cómo se desgasta, un proceso de milenios, de eras, lo observas en minutos delante de ti. Me encanta cómo lo poético, lo elevado, como unas vistas perfectas y a la vez trágicas por su propia belleza, se convierten en algo cómico y ridículo y a la vez costumbrista. Sabes fusionar mundos y encontrar sentimientos como el que más.
26 marzo, 2020
Hana, te estoy muy agradecido por servir de receptáculo a los sentimientos que vertí en este relato. Esa fusión que mencionas sobre lo celestial y lo mundano, esa contemplación de lo elevado contrapuesta a lo absurdo de la eterna repetición, genera sentimientos que aunque pasan inadvertidos para algunos, son como globos de helio para gente como tú. Gracias por ver, escuchar, entender y elevarte conmigo.
21 febrero, 2020
La verdad que siempre tuve otra mirada con esto de mantenerse» al margen» pero, después de leer tu relato me doy cuenta que esas miradas pueden ser muchas y la realidad observada nunca es una sola, sino que depende desde que lado de la ventana la estemos pispeando.
Si observamos desde afuera, manteniéndonos absolutamente al margen, sin involucrarnos en nada, los hechos que acontecen en el mundo incluida la naturaleza, nos resultaran indiferentes y las veremos pasar sin verlas en verdad, pero si se observan con la mirada desde el interior mas profundo de uno mismo creo que la cosa cambia y los hechos toman otra dimensión, y notamos que la vida late en cada ser que nos muestra la naturaleza y tomamos conciencia también, recién allí de nuestra finita existencia.
Claro que todos, antes o después, nos encontraremos ondulando rio abajo pero comprendo lo fuerte que es saber cuando será: «… pero no, mi esperanza de vida no debe ser más larga que la de un insecto palo o una babosa común. Ignoro cuánto viven estos bichejos, pero lo cierto es que el doctor me ha confirmado que, en el mejor de los casos, me queda alrededor de medio año.»
Tengo la intriga ahora de este final, así que busco la segunda parte de tu relato.
21 febrero, 2020
Hola, Cris, muchas gracias por compartir tu mirada. En efecto, al protagonista, La cercana presencia de la muerte le hace plantearse temas como la alienación social o la trivialidad inherente al turismo como producto de consumo. La segunda parte está enlazada al final de la primera, puedes leerla AQUÍ.
Muchas gracias por interesarte, un saludo!
16 febrero, 2020
Yo quiero tener algún día una ventana así. Que dé al monte y no a una pared de concreto salpicada de ventanas cerradas…
16 febrero, 2020
Deshazte en cuanto puedas de esa insípida pared. Una ventana así es un estímulo para la creación literaria; hasta la fecha me inspiró cuatro relatos, si no recuerdo mal. Además, tiene el encanto de las vistas y bla, bla, bla… (Lo mejor es el estudio de la fauna, tanto humana como animal, porque también diviso gatos, perros, aves e incluso burros de los de cuatro patas.)
15 febrero, 2020
Mientras leía estuve plantada (como una lechuga) en esa ventana viendo todo el ajetreo sin pestañear, cierto que yo tengo alguna ventaja para meterme mejor en el papel pues he pasado muchos ratos haciendo de James.
Puf, la revelación final no es un cubo de agua fría, es un baño en el Julepe en pleno enero.
15 febrero, 2020
Hola, Lore, gracias por pasarte a comentar. Hay dos clases de humanos, los que se identifican con James Stewart en La ventana indiscreta y los que se ven retratados en La vieja del visillo de José Mota, estos son los peligrosos!
Conoces muy bien la ventana del relato, pero la gracia está en los ojos que miran, cada par observa con sus propios filtros. Las personas que están al margen, suelen descubrirnos realidades que desde el centro no se aprecian bien. La segunda parte empieza con ese baño en pleno enero que mencionas, a ver como acaba…