Todos sentimos la necesidad de contactar y relacionarnos con otras personas. Buscamos cariño, comprensión, afinidad, compatibilidad, y a veces nos sentimos tan atraídos por alguien que la química del amor comienza a liberarse.
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¿Cómo funciona la química del amor?
Los neuroquímicos y hormonas que se liberan con el amor (serotonina, dopamina y oxitocina) nos producen un subidón de energía que se traduce en euforia, optimismo y bienestar. Pero dichas sustancias funcionan como las drogas, el cuerpo se acostumbra a ellas y cada vez necesita una dosis mayor.
Por esta causa, concluido el periodo de enamoramiento nos sobreviene la convicción de que ya no sentimos lo mismo por el ser amado. La química del amor es una fluctuación natural que tan pronto nos une como nos separa.
No hablaré más de procesos químicos, este es un blog literario y lo que realmente nos incumbe son las historias. Te dejo con la primera entrega de un un libercuento donde la química del amor juega un papel primordial, empezando por el título:
La química del amor
Llevaba un pantalón beis clarito que le sentaba de cine. Aunque puede que fuera al contrario, al pantalón le sentaba de cine ceñirse a la anatomía de aquel pedazo de mujer. En cualquier caso, llegó con una amiga, y me resultó imposible abstraerme del espectáculo.
Ocuparon dos taburetes al final de la barra, a cuatro o cinco metros del barril que nos servía de mesa. Una buena distancia para lanzar miradas furtivas.
Era preciosa. Piel blanca y tersa; ojos castaños, con un halo melancólico pero vitales y expresivos; cabello liso, oscuro, media melena con la raya al medio; boca divina, de labios sonrosados y amplia sonrisa; facciones simétricas, con ángulos, hoyuelos y ondulaciones que parecían diseñados para mi deleite personal.
Donato y yo, masas encefálicas estimuladas por la doble malta, andábamos enfrascados en una quijotesca conversación con sendas espumosas de por medio. No eran las primeras de la tarde, y todo apuntaba a que no serían las últimas.
Al principio fui cauto. Ojeadas de soslayo que Donato no tardó en percibir, descifrar e imitar. Para nuestra sorpresa, las chicas se contagiaron de nuestra actitud y dieron pie al intercambio de miradas y cuchicheos. Estaba claro que los cuatro jugábamos a lo mismo. Charlábamos, bebíamos y, espoleados por el mutuo interés, sentíamos los efectos de la efervescencia hormonal.
El camarero, Toni Gandumbas, no tenía mucho que hacer. A veces se acercaba a las chicas y bromeaba con ellas. Optamos por liarnos unos pitis y salimos a echar humo. El cuerpo nos pedía nicotina y, sobre todo, desahogo verbal.
Por si acaso, me apresuré en aclarar cuál de las dos me gustaba y Donato se mostró conforme. Coincidimos en la necesidad de mover ficha y acordamos actuar según las circunstancias. Estábamos nerviosos. Eso de pasar a la acción no era nuestro punto fuerte.
Regresamos a los taburetes. Toni Gandumbas seguía dando palique a las chicas. Donato se acercó a la barra, pidió otra ronda y regresó con las espumosas a nuestra mesa-barril.
Las chicas se divertían. Gandumbas había sacado unas gafas de coña, un antifaz, una nariz de payaso y un sombrero de Charlot. Intercambiaban dichos objetos y se sacaban fotos.
Aquello me pareció un tanto frívolo. Toni había desviado la atención hacia su persona y nosotros le maldijimos. Aunque, por otro lado, se lo agradecimos: nos había quitado el peso de abordar a unas completas desconocidas.
Ellas se fueron primero. Tal vez esperaban que rompiéramos el hielo, pero no lo hicimos. Antes de evaporarse, los ojos castaños que tanto me atraían buscaron los míos y el corazón me atizó en el pecho.
Derrotado por la timidez, aparté la mirada y me sentí ridículo. Un verdadero gilipollas. ¿Cuántos trenes rumbo al amor había dejado pasar a lo largo de mi vida? Este desfiló hasta la puerta, me despedí del pantalón beis clarito y se cerró el telón.
Aunque soy una persona discreta, pedí referencias a Toni Gandumbas. Le saqué que se llamaba Lara. Había llegado al pueblo hace unos meses y trabajaba en el ámbito de la sanidad alimentaria.
Nos despedimos de Gandumbas y, de camino a la salida, me abdujo un agujero de gusano. Seis años más tarde, aparecí en el mismo pueblo pero en otro bar.
Estaba con dos amigos, Jesús y Moisés. En diferentes ubicaciones, cuatro pantallas de distintos tamaños tapizaban las paredes del bar con el césped del campo de juego. Un horror verdichillón que acaparaba la atención de buena parte de la clientela.
Nos habían puesto una tapa de níscalos en salsa y los tres bebíamos cerveza. Miré hacia la izquierda, y Lara irrumpió en mi campo de visión. Ella y sus amigos pasaron a nuestro lado y se agenciaron la única mesa que quedaba libre. ¿Me habría reconocido?
Durante los últimos años, nos habíamos visto tres o cuatro veces, pero sin mostrarnos el interés de la primera ocasión. Lógico, tanto ella como yo teníamos pareja. Pero las cosas habían cambiado para mí: cuatro años y medio de relación, los tres últimos fuera del pueblo, se habían ido al traste. Desde entonces, no quería saber nada de mujeres. Once meses, para ser exactos, de completa abstinencia.
Moisés sugirió que nos fuéramos a una mesa recién desocupada. Me pareció una gran idea, en la mesa de al lado estaba Lara y la química del amor había empezado a funcionar.
Pedimos unas tostas y algo de beber. La tenía a las once en punto. Orienté mi cuerpo hacia ella. La veía de perfil. Mis amigos hablaban mientras yo disimulaba. El diálogo interno me sacaba constantemente de la conversación. Ponía cara de escuchar, pero estaba pendiente de Lara.
La historia volvía a repetirse. Esta vez sin terceros, su amiga y Donato no estaban implicados en este nuevo lance de vistazos y mutua atracción. ¿Un espejismo? ¿Una jugarreta de la mente? Es posible, pero las mieles de sus ojos absorbían mi atención y regresé a la adolescencia. Las manos me sudaban, y el estómago… ¿centrifugaba?
Nos sirvieron las tostas. Con la intención de liberarme del influjo de Lara, me integré en la conversación de Jesús y Moisés. Discrepaban sobre un pasaje de La Biblia.
Traté de escuchar, pero no me la quitaba de la cabeza. Seis años después, lucía una mirada serena y su pose era tranquila y confiada. Cubiertos de carmín, los labios destacaban en su níveo rostro y sentí la necesidad de besarla. Lo deseaba. Me sentía como un chaval de instituto, obnubilado por la belleza de sus curvas y facciones.
Al cabo de unos minutos, Lara y sus amigos se levantaron de la mesa. Podían pasar meses, e incluso años hasta que volviéramos a coincidir. Me vino de frente, se puso la chaqueta sobre la marcha y yo disimulé mi nerviosismo. Cuando pasaba a mi lado, levanté la cabeza y vi que sonreía, pero al mirarme se puso seria y sus ojos, que ardían de expectación, me fulminaron.
Con las pupilas dilatadas, Lara me expresó su deseo de estrechar distancias, sus ganas de conocerme, su hambre de besos y caricias, todo concentrado en un segundo, el tiempo que tardé en apartar la mirada sobrepasado por las implicaciones de la química del amor.
Los primeros chispazos, emocionan y asustan a partes iguales. Los gatos callejeros se protegen del daño, se las entienden perfectamente con la soledad y las inclemencias, pero nunca pierden la esperanza de encontrar un regazo de amor.
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