A mediados de los ochenta, los cromos de La Pandilla Basura conquistaron a los chavales y encabronaron a los papás. Eran una parodia de las famosas Muñecas Repollo. Te lo explico a continuación…
Tiempo estimado de lectura: 7min.
¿Te acuerdas de La Pandilla Basura?
En algunos países latinoaméricanos los cromos de La Pandilla Basura recibieron el nombre de Basuritas. Las caricaturas que figuraban en los cromos representaban niños deformes y repugnantes, con alguna anormalidad descabellada y en algunos casos, victimas de un trágico destino.
Según una leyenda urbana, el dibujante era un psicópata recluido cuya intención era lastimar al público infantil.
En otros sitios lo ignoro, pero en mi barrio nos partíamos la caja con los engendros de los cromos y su aberrante naturaleza. Sus nombres eran la monda, juegos de palabras que vinculaban a los personajes con sus dantescas patologías, asquerosos aspectos y crueles destinos.
Aquel incipiente gusto por lo macabro y lo inmundo lo compartí, sobre todo, con un amigo de la infancia llamado Arquímedes. Ambos conseguimos completar la colección. Nos pasábamos las horas muertas comentando los cromos y nos meábamos de risa.

Este es el álbum de la versión española. Uno de ellos, ya que es posible que sacaran más. ¿Lo recuerdas?
Cuando la moda de La Pandilla Basura llegó a su fin, Arquímedes y yo nos distanciamos. Lo último que supe de él es que se había mudado a Zaragoza, donde trabajaba de cocinero.
Nadie espera reconocer a un antiguo amigo en el rostro de un vagabundo. Habían pasado unos veinte años y me lo encontré, el verano pasado, pidiendo limosna en Cádiz. Estuvimos horas hablando. Fue un encuentro en la cumbre invertida, vagabundo y vagamundo intercambiando recuerdos y sustanciosas impresiones.
Llegamos a la conclusión de que nuestro entusiasmo por La Pandilla Basura no había sido casual. Ambos teníamos inclinación por lo marginal y estábamos abocados al naufragio. Éramos un par de inadaptados vocacionales.
Arquímedes llevaba un año en la calle y había desarrollado el gusto por la escritura. Tuvo la deferencia de regalarme el relato autobiográfico que estás a punto de leer. El título, entrañable para nosotros y peculiar donde los haya, lo extrajo de un cromo de La Pandilla Basura:
Víveres Arquímedes
Por fin me siento. Otra larga y fatigosa jornada laboral. Desde la calma de mi sillón orejero y con los ojos cerrados, visualizo la danza demencial que realizo a diario, un sinfín de tareas en un tiempo sin reloj, en un espacio sin distancias y en continua paramnesia de hámster enjaulado. Soy un puto cocinero.
El chef Alberto Chicote afirma que ama su oficio y lo defiende a capa y espada. Limpio, tranquilo, seguramente perfumado y en Nochevieja tirando de smoking junto a la tipa de los vestidos sexyraros, se ha convertido en un fenómeno mediático. ¡Una pena, con lo que amaba su antiguo oficio! Me pregunto por qué no regresa a la batalla de los fogones.
A la batalla de verdad, me refiero: sudores, estrés, dolencias crónicas, agotamiento permanente. Supongo que ya no está para esos trotes. No es lo mismo dirigir, coordinar o supervisar que estar en primera línea de combate. En cualquier caso, señor Chicote, no abundan los que tienen la suerte de ejercer el oficio que aman: enhorabuena.
Detesto la hostelería, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?: hipoteca, bocas que alimentar y facturas que pagar. Toda esta mierda era soportable cuando le encontraba sentido a dejarme la piel; la satisfacción del cliente, el reconocimiento, el orgullo por el trabajo bien hecho y los demás caramelitos que el ego chupetea hasta que el cuerpo, la mente e incluso el alma, dicen basta.
«Este oficio es muy duro —nos dijo en su día la profe de cocina—. Mucha gente se quema y lo acaba dejando. Y el que lo deja lo deja para siempre. Luego no quiere verlo ni en pintura». Cuánta razón tenía, pero el auténtico drama reside en quemarse, no tener el coraje de dejarlo y aun no queriendo verlo ni en pintura, permanecer en el meollo del martirio como un muerto viviente.
Adaptarse a la sociedad requiere encontrar el modo de ganarse el pan. Mi método consiste en llenar estómagos, pero elevándolo al exponente del culinario rito social. Quieren que dance para ellos un tango pasional, que cada gota de sudor que resbale por mi espalda signifique algo.
El apetito ajeno activa mi baile, un eterno vaivén que responde a las demandas de los melindrosos comensales. ¿De dónde ha salido tantísimo gourmet? Esperan sabores agradables, olores especiales, colores vistosos, estructuras armónicas, texturas firmes y a la vez delicadas; cada percepción determina un juicio y cada juicio tiene su importancia… en el puto Tripadvisor.
No hay dos paladares iguales. Todos demandan experiencias conforme a su gusto y entrenamiento particular. La temperatura de servicio, el punto de cocción, la cantidad, la presentación, cada parámetro exige concentración, coordinación, constancia y muchos pasos de baile, me pagan para que dance y debo sacrificarme.
Antes merecía la pena, aunque fuera agotador resultaba gratificante, pero ya no puedo hacerlo más de dos horas sin repudiarlo. Dejó de importarme la satisfacción de las excelentísimas damas y caballeros que frecuentan el restaurante donde cumplo condena.
En el servicio de hoy, el presidente de no sé qué y su delegado adjunto se empeñaron en felicitarme personalmente. Querían estrecharme la mano. Yo deseaba retorcerles el pescuezo para luego trocearlos, enharinarlos, freírlos y servirlos en la próxima función.
Las camareras entran y me ponen al corriente de lo que ocurre en la sala. Son buenas chicas, personas consideradas que hacen bien su trabajo y la gente se lo agradece, aunque no siempre, resulta inevitable lidiar con los cretinos de turno.
Las chicas escuchan sandeces, se muerden la lengua, se arman de paciencia y cuando entran en la cocina se desahogan, escupen la rabia que retuvo la compostura y regresan a la sala con agridulces sonrisas de fingida amabilidad. No molestan, no enturbian, no desestabilizan, son chicas buenas con sueldos no tan buenos y propinas que se ganan con talante servil.
Hace tiempo que mis pupilas se tiñeron de cinismo. Odio el servilismo y la complacencia, y me encrespo con extrema facilidad. No podría ser camarero. Puede que cometiera un crimen. Estoy pasadísimo de rosca y ya veremos lo que pasa, ser cocinero también me infla las pelotas al máximo y toda esta mierda, si no lo remedio, acabará conmigo.
De momento me ciño a mi danza. Es duro, pero lo hago de espaldas a todo lo demás, subido a mi púlpito de fuego, azufre, sudor y condena. Un buen lugar donde aborrecer, si me place, a los tiquismiquis, pindongas y tragaldabas que que se congregan en la parroquia de la gula, los antiácidos y las infusiones digestivas.
Soy un reverendo de misas negras que oficia las ceremonias con plena concentración, rapidez y solvencia. Los parroquianos se llenan el buche y me dejan en paz. Las hostias de la liturgia se las llevan las camareras.
Me alejo de la mentira buscando el aislamiento: a solas no necesito fingir. Aquí, en el sillón orejero, mi cuerpo no se estremece y encuentro momentos de paz, pero mi mente no deja de expandirse y contraerse, me tortura con destellos y emanaciones de formas, recuerdos y visiones perturbadoras.
Ya veremos si esta noche regresan las pesadillas. Las prisas oníricas, la impotencia de ser inoperante en el servicio de comidas o cenas y la angustia creciente que se traduce en sobresalto, sofoco, desvelo y sábanas empapadas.
Uno se pregunta si no será más fácil para los vagabundos. Suelo pensarlo cuando estoy en el sillón. «Arquímedes —me digo—, lánzate a la vida vagamunda». Podría currarme un cartelito en un viejo y percudido cartón. Podría fabular mi propio epitafio, una lista de calamidades capaz de enternecer a los mismísimos ideólogos del tercer Reich.
Con el cartel de marras bajo el sobaco, agarraría el primer tren a Cincinnati o Sebastopol. Como un refugiado de guerra, me plantaría en la puerta de cualquier antro de Dios.
En una de mis manos, un gorrión impedido para el vuelo; a mi izquierda, un perrito tumbado con la cabeza sobre las patas; a mi derecha, contra la pared, el cartel de las penurias y una lata limosnera junto a los pies.
Al fin podría dedicarme a la vida contemplativa… pero me faltan agallas. Admiro a los tipos que lo hacen; los desechables, desahuciados, denostados o rehuidos como la peste que viven a duras penas pero en paz. Aunque la limosna golpeé en el fondo de sus latas, envidio su libre albedrío.
Quién pudiera ser detritus social, paradigma de miserias y fracasos. No puedo, me falta valor para renunciar al empleo indeseable; acudo arrastras, sin objeciones o subterfugios que valgan, a las cloacas donde se consume a fuego lento mi tediosa existencia.
Para los estados, los vagabundos son provechosos por su aversiva función, por eso se les tolera. Ellos ejemplifican, interpretando el papel de los que están al margen, las consecuencias de no adaptarse al modelo capitalista.
Si no fueran útiles, los borrarían del mapa, como ocurre en los países prósperos donde se prohíbe la mendicidad. Los servicios sociales mantienen limpias las calles y los ciudadanos, satisfechos con sus vidas, no necesitan asistir a la tragedia del náufrago para convivir en paz con sus obligaciones cotidianas.
La gente de bien mira a los marginales por encima del hombro, ¿pero acaso no es más digno un vagabundo que un títere de la infamia mercantil; un sufrido, sometido y castrado consumista plenamente adaptado al látigo del capataz y a la limosna que le permite cobijarse, procrear y comer caliente?
Qué lejos estamos del discernimiento y libre albedrío que prometía la evolución al concluir su proyecto cumbre: el sobrevalorado homo sapiens sapiens. ¿Dónde queda el paraíso terrenal? Estamos lejos, aún; demasiado lejos…
De pequeño me fascinaba La Pandilla Basura. Completé la colección y todavía la conservo. Mi cromo preferido rezaba «Víveres Arquímedes».

¡Cómo sudaba el condenado Arquímedes!
Todavía repaso aquel álbum desfachatado con la sonrisa congelada en el tiempo. El bebé que se come sus propias costillas; el niño con aspecto de huevo de cuya cabeza emerge un pequeño aguilucho; el muchacho que vomita sus órganos vitales o el que lame una rata muerta a modo de helado.
Observo las grotescas ilustraciones con una mueca de regodeo que rememora la de aquel niño de los ochenta que falleció al convertirse en el adulto que soy.
«Víveres Arquímedes» me decían en el barrio. No me importaba, estaba orgulloso de llamarme como un miembro de La Pandilla Basura, pero quién iba a decirme que mi destino figuraba en mi cromo predilecto: un par de bocas que alimentar, dos poderosas razones para aceptar el sacrificio.
Sin embargo, mi cabeza no funciona como es debido. Estoy en ese límite donde puede consumarse la entera resignación, pero también es posible que estalle y lo mande todo a tomar por culo.
La Pandilla Basura me llama como la patria al soldado. Seguro que no es tan malo ingresar en las filas de la escoria social. Todo tiene sus pros y sus contras.
Recursos gráficos de pngtree y pixabay.
¿Qué te pareció la historía de Arquímedes? ¿Te acuerdas de La Pandilla Basura? Te espero en los comentarios.
7 abril, 2022
Hola. ¿Quién no se acuerda de la Pandilla Basura? No es mi estilo, ya sabes… pero, en la variedad hay gusto.
8 abril, 2022
Bienvenida, María Ferrer! La Pandilla Basura nunca fue un plato de buen gusto, pero la variedad de engendros que figuraban en aquellos míticos cromos enamoraron a una generación de chavales. No sé cómo describir aquel amor, pero el secreto consistía en traducir al lenguaje infantil lo macabro y lo esperpéntico. Gracias!
17 septiembre, 2020
Una realidad plasmada con elocuencia y crudeza. Me ha parecido un relato excelente y que da para reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos.
No conocía a La Pandilla Basura pero sí a su versión moderna: los Superthings, que viene a ser por el estilo pero en lugar de cromos son muñecos.
17 septiembre, 2020
Muchas gracias, Mariángeles. Ya sabes que mi estilo es mover a la reflexión a través, sobre todo, de la crítica social. No conocía a los Superthings. La Pandilla Basura es más grotesca y aberrante, pero es posible que tengan algunos puntos en común.
15 abril, 2020
No merezco tal honor, aunque agradezco que consideres mis comentarios como una colaboración en la obra. En verdad así debería ser la relación entre el escritor y el lector. Yo escribo en los comentarios lo que me inspira el texto, y el hecho de que inspire y suscite en el lector querer ir más allá, es lo mejor que le puede suceder al relato y a aquel que está detrás de todo ello, con todo su trabajo, esfuerzo y corazón. Muchas gracias por el comentario y por los relatos!
15 abril, 2020
Claro que lo mereces, solo con el hecho de considerarlo un honor demuestras que lo mereces. Desde mi punto de vista, no hay nada más valioso para un escritor que remover sentimientos y provocar reflexiones y debates. El dinero es vital, pero no se escribe por dinero (al menos los escritores de verdad), sino por una necesidad de transmitir y conectar. Sin esta comunicación, aunque esté fuera del espacio y el tiempo, dedicarse a escribir no tendría sentido. Así que gracias a ti por dar continuidad a este hermoso vínculo lector-escritor. Me gustaría que leyeras este relato, no está publicado en el blog. Ya me dirás qué te parece.
17 marzo, 2020
Yo no viví el furor de la pandilla basura, pero me han hablado (muy bien) de ella. Yo viví el furor de otros monstruos, los pokemones… pero sobre todo sabes qué furor viví… el de las masas enaltecidas comprando y comprando en los centros comerciales dentro de una vorágine de psicopatía alentada por los de arriba. Esas mismas masas que ahora están recluidas en sus casas o haciendo colas en el Mercadona por una triste barra de pan. Yo servía a toda esa gente en mi humilde puesto de trabajo, puesto que has logrado como siempre describir a la perfección. Esa era la historia antes de la hecatombe, trabajos mal pagados, esfuerzo, sacrificio, bruxismo nocturno, a veces incluso pesadillas, todo eso que te incitaba a convertirte en «detritus social». Vuelvo a releer el relato desde aquella vez que lo leí, en la que aún conservaba mi puesto junto a los de la masa que acudía despreocupada todos los fines a consumir, dándome quebraderos de cabeza. Y ahora pienso, y todo ese sufrimiento que describes, suscitado por algo que está completamente mal y podrido en el sistema, y siempre ha estado, y que estamos viendo ahora mismo cómo se desmorona delante de nuestras narices… todo eso era para qué. Recomendada lectura para leer y recordar, ahora con nostalgia, los tiempos de consumo desmedido, el trabajo a destajo para alimentar a esa horda de energúmenos que ahora no tienen posibilidad ni de conseguir una triste botella de Fairy en los lineales del Mercadona.
Vamos a ingresar en las filas de la escoria social pero no por voluntad propia, porque eso hemos sido siempre para ellos, vagabundos con casa y trabajo obedientes, con un mínimo sueldo que permita pagar dicha casa y salir los fines a consumir, pero un día eso se acaba y cuando las fichas del dominó caen, caemos los primeros. Y este sistema que parece que pretenden resetear, este sistema que ahora está cayendo en el caos, que parece que ya no va a poder alimentar esas masas, ni generar pesadillas de alienación, ese mismo, a ver en qué forma vuelve. La gente tiene 15 días para reflexionar esos sinsabores, para tomar conciencia de qué esto no iba a durar eternamente, y lo gracioso de todo, tienen miedo de no volver a esa pesadilla laboral que magistralmente has descrito, para reconocer en el fondo que les encanta esa pesadilla, que sin ella no pueden vivir (literalmente). No todos están hechos para ser vagabundos, ni para llevar una vida contemplativa, a no ser que entiendan por contemplativo mirar el Netflix y la Sexta all day.
14 abril, 2020
Es la primera vez en la breve historia de este blog (10 meses) que me encuentro un comentario más valioso que el propio relato al que hace alusión. Es un ensayo corto dentro de un relato corto. Me reí mucho con las ácidos discernimientos y apreciaciones, la divina comedia de la debacle occidental, con ese tufo que mencionas en la forma de explotar los cuerpos y violentar los espíritus de los seres humanos, que en realidad somos amor en potencia y lo demostramos, pero agarrados por el cogote nos convertimos en seres iracundos y despreciables que envenenamos la convivencia, y así perpetuamos la ruleta de hostia que te doy y devuélvesela al siguiente que se cruce en tu camino, así acabamos apaleados casi todos, aunque sonriamos, aunque colguemos no sé qué mierdas en Facebook (o en Instagram, que por lo visto apesta más), aunque finjamos que todo esta bien en mitad del caos y la barbarie disfrazada de humanidad. En fin, un deleite de comentario que te agradezco de corazón, querida Hana-hermana.